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El buen médico

Las reflexiones de Miquel Vilardell condensan el espíritu de toda una generación de profesionales: la que ha construido y hecho grande el sistema público de salud

Milagros Pérez Oliva

La felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino estimar lo que uno hace”. Con esta cita de Jean-Paul Sartre comienza el doctor Miquel Vilardell el capítulo de su último libro dedicado a definir cómo ser “un buen médico” además de “un médico bueno”. Confessions d'un metge (Plataforma editorial) es una reflexión íntima, una especie de testamento profesional dedicado a los jóvenes colegas que comienzan la carrera.

Aunque se encuentra en plenas facultades, el calendario no perdona: acaba de cumplir 70 años y eso significa que ha de abandonar la medicina pública tras 46 años de dedicación intensiva. El 31 de julio dejó su cargo de jefe de servicio de Medicina Interna de Vall d'Hebron, lo cual no significa que se retire a la vida contemplativa, porque como dice en el prólogo, tiene proyectos y un buen médico no se retira mientras conserve su capacidad. Pero ha aprovechado la ocasión para hacer balance y mientras voy leyendo, me doy cuenta de que sus reflexiones condensan el espíritu de toda una generación de profesionales de la medicina que ahora enfila la retirada: la generación que ha construido y hecho grande el sistema público de salud.

Siempre he pensado que tener un sistema universal y gratuito, que protege a todos por igual, es una de nuestras grandes instituciones sociales, y me alegra comprobar que, encuesta tras encuesta y a pesar de los recortes, los usuarios siguen manteniendo su confianza en el sistema. Pero creo que no somos del todo conscientes del papel que en la creación y sostenimiento del sistema público han jugado los profesionales sanitarios. Cuando la generación de Vilardell llegó a la medicina, se consideraba que prestigio profesional y tecnológico era patrimonio del sector privado. Ahora, nadie discute que el prestigio y la innovación terapéutica son patrimonio del sistema público.

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Hace tiempo que conozco al doctor Vilardell, y sé cómo aprecia su trabajo y cómo ha defendido la sanidad pública, así que no me cuesta entender por qué ha elegido la cita de Sartre. Siempre le he visto feliz en su trabajo y comprometido con sus pacientes y con el sistema, como médico internista, desde su cargo en el hospital, como presidente del Colegio de Médicos o como decano de la Facultad de Medicina. Esa actitud y esa experiencia es la que trata de transmitir. Pide a los médicos jóvenes que se impliquen a fondo y que participen tanto en la gestión sanitaria como en las plataformas profesionales. Pero me temo que las condiciones en que trabajan sus colegas jóvenes no son las más idóneas. La profesión médica se proletariza a marchas forzadas y los salarios, que ya eran muy bajos, han caído un 20%. El 38% de los médicos de los hospitales públicos y concertados tienen contratos precarios y todos sin excepción sufren una carga asistencial creciente que hace muy difícil que puedan encontrar tiempo y fuerzas para seguir los consejos de Vilardell para alcanzar la excelencia profesional y fortalecer el sistema.

Como es una persona humilde y discreta, el libro no contiene alusiones personales y las críticas siempre se expresan en positivo. Pero tampoco elude los problemas y no me cuesta identificar entre líneas ciertos destellos de amargura por lo que puede considerar, con razón, una situación injusta. Bajo una cita de Bill Gates que dice “la vida no es justa, acostúmbrate”, advierte que hay que estar preparado porque “el prestigio que te da la gente te lo pueden quitar en un momento determinado de forma justa o injusta, en circunstancias que pueden depender de ti o no”. “Después de una trayectoria en la que te has encontrado bien y te has sentido realizado, en cualquier momento, cuando menos te lo esperas, el castillo de la vida profesional se puede derrumbar”, añade.

Supongo que eso es lo que sintió el día que, por sorpresa, encontró su nombre en los periódicos, en una noticia que informaba de que un juez de Reus había imputado a una cincuentena de médicos en relación con presuntos sobornos para implantar prótesis defectuosas de la empresa Traiber. Pese a que Vilardell no es traumatólogo ni cirujano, sino internista, y nunca ha colocado una prótesis, el juez le imputó porque su nombre aparecía en una vaga anotación, en su caliad de presidente del Colegio de Médicos. Y como era el más conocido, se llevó todo el protagonismo gráfico: daños colaterales de la fama.

Ha pasado más de un año y los abogados esperan ahora el auto de desimputación. Una experiencia amarga de la que, sin citarla, trata de extraer enseñanzas positivas: “Lo más importante es que la gente que te quiere, te aprecia y te valora continúe creyendo que tienes la misma credibilidad que antes de la gran caída”. Se entiende que lo pasara mal, pero su prestigio ha resistido bien la andanada.

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