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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Metonimias

Uno de los elementos que definen a los nacionalismos es su entusiasmo por tomar la parte por el todo: pretender que una parte de la población representa a la nación entera

La tradicional atonía informativa de agosto se ha cubierto este año con algunos debates sobre el pasado, la historia y la memoria: la polémica por la futura exposición sobre el franquismo en el Born (¡sacrilegio!), la duda de si Carles Fontserè es o no un filofascista o la reaparición de la antigua idea de que la guerra civil fue una guerra contra Cataluña, ya que, si por esta entendemos, como se ha escrito en estas páginas, “un territorio con una identidad específica, con una lengua propia y unos símbolos colectivos”, uno de los objetivos de los militares rebeldes fue su liquidación.

No contribuyamos a alimentar la pesadez del debate sobre el Born, dejemos en paz a Fontserè, que bastante tiene con las cosas que suelta en la entrevista que ha dado lugar a la polémica, y atendamos a esa supuesta agresión contra Cataluña en aquella guerra de hace ahora ochenta años, cuyo mensaje implícito, se quiera o no, es que “Cataluña” fue la víctima y “España” la victimaria. Algo contradictorio, sin embargo, pues a nadie se le escapa que una de las víctimas de aquella guerra fue una determinada idea y un determinado proyecto de España, justamente el único que podía hacer posible la existencia de una Cataluña con autogobierno y reconocimiento de su lengua y otros elementos de su realidad simbólica y cultural. No obstante, nadie acostumbra a afirmar que la guerra fue contra España. Si acaso se acepta que fue contra una determinada España. Pues bien, exactamente eso es lo que ocurrió con Cataluña. La guerra no se hizo contra ella sino contra una (en realidad, varias) de sus plasmaciones posibles.

El problema, me parece, radica en atribuir a Cataluña “una identidad específica”, lo que implica que otras posibles identidades catalanas no lo serían verdaderamente o lo serían de forma insuficiente. ¿Compartían esa identidad quienes podían sentirse representados por Francesc Cambó y los sectores populares libertarios, socialistas y comunistas, que no solo pretendían un cambio social de tipo revolucionario, sino que incluían entre sus enemigos a una parte —la burguesa, catolicona y conservadora— del catalanismo? Ese catalanismo que ayudó al triunfo fascista, mientras la Cataluña popular, mestiza, de catalano y castellanohablantes, con identidades diversas, y más preocupada por la tierra, el trabajo y la escuela que por las banderas nacionales, era literalmente masacrada en la guerra y en la postguerra. Como lo fueron las clases populares hermanas de Granada, Badajoz, Valladolid o Asturias. Víctimas también, por cierto, de una brutal represión cultural, aunque se le aplicara en su misma lengua.

Uno de los elementos definidores de los nacionalismos (igual da de qué bandera) es su entusiasmo por la metonimia. La parte por el todo: una determinada parte de la población representa a la nación entera. Y la identidad de esa parte (más grande o más pequeña, eso no importa) es la que identifica al conjunto. Asumiendo esa perspectiva, la guerra fue, efectivamente, contra Cataluña.

Quienes creemos que un país no tiene una, sino múltiples identidades, y que lo conforman el conjunto de personas que lo habitan y las relaciones económicas, políticas, lingüísticas, culturales y sentimentales que se establecen entre ellas y que responden a dinámicas históricas que, muchas veces, tienen raíces seculares, no aceptamos que la parte defina al todo. Ni hace ochenta años ni ahora. Así, la guerra fue contra una(s) determinada(s) Cataluña(s), como lo fue contra una(s) determinada(s) España(s). Y fue también la lucha entre formas alternativas y excluyentes entre sí de entender y estructurar Cataluña (España) por parte de los propios catalanes (españoles).

Afirmar que la guerra fue contra Cataluña tiene un subtexto evidente, con actualísima lectura política: la agresión vino de España (¿también dotada de una identidad específica?), con la ayuda de algunos malos catalanes, o catalanes temporalmente extraviados, pero la inmensa mayoría de los catalanes estuvieron en el lado correcto y formaron entre las víctimas del Estado español. Sin embargo, la realidad histórica es tozuda. Centenares de miles de catalanes celebraron la victoria rebelde y vivieron durante el franquismo con notable satisfacción porque el régimen proveía lo que ellos esperaban. Sin duda, a algunos les molestaban determinados aspectos culturales de la dictadura. Quizás no eran exactamente franquistas, pero fueron fascistas de la misma forma que lo fueron muchos alemanes a quienes Hitler y la plebeyez nazi desagradaban, mientras el régimen colmaba sus expectativas.

Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

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