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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De Sijena al Born

Este verano hemos tenido dos historias paralelas, con tantas conexiones que juntas y por separado resumen la historia de España y de Cataluña

No hay manera de debatir sobre historia en este país, que se ha construido con silencios, males menores y pactos que no se pueden rechazar. El pasado está tan roto que las grietas llegan hasta el presente. Supongo que no hay manera de arreglarlo y que por eso, tanto la historia como esa forma de recuerdo llamada memoria histórica, reproducen todos y cada uno de los complejos y de los problemas de los dos últimos siglos.

Cuando se hurga en el pasado se encuentra de todo, pero lo más interesante sucede siempre en presente, cuando se usan sus partes duras, los símbolos y las formas, el estilo y los protocolos. Es lo que muestra si realmente se han interiorizado las lecciones de la historia o si, por el contrario, se es incapaz de escapar de ella. El mejor lugar para verlo es cuando al poder le da por hablar o por mostrarse, que si algo no sabe hacer el poder es quedarse callado. Necesita emitir documentos, exponerse, recrear su pasado, legitimarse, en definitiva. ¿Y qué mejor lugar para exhibirse que en una exposición? Este verano hemos tenido dos historias paralelas, con tantas conexiones que juntas y por separado resumen la historia de España y de Cataluña.

La primera es la del litigio por las obras de la antigua diócesis de Lleida, una historia desgraciada donde las haya. Para mí todavía más, puesto que afecta al patrimonio del lugar en el que nací. Por eso, si algo sé de todo este proceso es que el problema no son las obras de arte. Las piezas de Sijena son un simple efecto colateral.

Es imposible entender el conflicto de las obras de arte de la Franja sin el Opus Dei y sin el acuerdo tácito de las fuerzas políticas de Aragón para reconquistar esa parte de diócesis de Lleida que entraba en Huesca. Todavía recuerdo las primeras pintadas, rarísimas en los ochenta: “¡Diócesis aragonesa ya!” se leía en paredes y carreteras. Cuando digo fuerzas políticas de Aragón me refiero a todo el espectro ideológico. Incluso la Chunta se dedicó a enviar postales para reivindicar las obras. “Chunta Catalanista”, pintaban hace no tanto los del Partido Aragonés Regionalista para arañarles votos.

Era inconcebible que una parte de Aragón tuviese una sede, ni que fuese eclesiástica, en Lleida. Los acuerdos sanitarios entre los pueblos de la Franja y Lleida se recortan para que exista tan poca relación como sea posible y no les cuento el deshonor que supone que se hable catalán, recuerden las dificultades de TV3 en el País Valenciano. Por eso, el mensaje que ha acabado calando es que poco menos que las obras se robaron con premeditación y alevosía. Se miente y se ensucia, no ya la memoria histórica, sino la de los equipos que salvaron los frescos de la destrucción.

El serial empezó el día que el PSOE de Aragón pactó con el Opus Dei. Las obras de arte son un efecto colateral más, ni el primero ni el último de una operación mucho más compleja, el rearme del límite competencial de las autonomías a través de elementos que crearon el Estado tal como lo conocemos y los que el Estado se debe.

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La segunda historia es el culebrón de la estatua de Franco en el Born, digna de psicoanálisis. El Ayuntamiento de Barcelona quiere remediar la falta de pujanza del arte contemporáneo de la ciudad y se dedica a hacer sus pinitos como artista provocador. Como no se atreve a epatar a quien de verdad manda, léase el párrafo anterior, intenta epatar el independentismo. La metedura de pata colma un vaso que se iba llenando de la mano de la parte más reaccionaria de los comunes que ha cambiado su argumentario por el del unionismo más rancio. Han llegado a calificar el pasado de ERC de fascista. Han ido tan lejos y han metido la pata de tal manera que a Ada Colau no le queda más remedio que desautorizarlos diciendo que hay motivos para asistir a la Diada. Sabe que si comete sus propios errores tal vez sobreviva, pero que está acababa si se equivoca con los de los demás.

Decapitar la estatua de un dictador que murió en la cama me parece un acto de venganza poco valiente, teniendo en cuenta que tuvo que llegar el euro para que su cabeza dejara de ser de curso legal. Lo honesto, si se quiere contextualizar el franquismo, hubiese sido ponerle rostro pero, claro, el progresismo oficial de Barcelona todavía le teme y no se atreve a mirarlo a la cara porque, a pesar de todo, y aunque sea en una proporción variable, les constituye. El drama es que es lo único que les queda y que, aún así, no se atreven a mirarle a la cara. De hecho, les asusta tanto que lo meten en el Born. ¿Hubiesen tenido la valentía de hacer lo mismo en el Camp de la Bota? Y ya puestos, si quieren memoria, ¿por qué no lo aúpan delante de la Delegación del Gobierno o de la Caserna del Bruc? Uno tiene la sensación que en esta carrera como artistas provocadores que tienen los nuevos ediles de Barcelona a los únicos a quienes no se atreven a impresionar son a los poderes de verdad.

Al Ayuntamiento de Barcelona le pasa lo que al Gobierno de Aragón: no sabe que es precisamente él quien se exhibirá en la exposición. Las líneas que separan la exposición de la exhibición son muy delgadas, casi tanto como las que separan el retrato del autorretrato. Todo se vuelve muy complicado cuando los proyectos de futuro son débiles, entonces, el riesgo de enredarse en el pasado es altísimo.

Francesc Serés es escritor.

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