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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La cortina de humo

En un país donde hay una mayoría social de izquierdas, la división de las clases populares por la cuestión nacional impide que se convierta en mayoría política, lo que deja el poder en manos de un partido que ha sido cuarto en número de votos

Los resultados de las dos últimas elecciones generales han ayudado a popularizar la idea de que “la cuestión catalana” está en la raíz del persistente bloqueo de la situación política española. Una muy extendida opinión atribuye al rechazo de los socialistas a pactar con los independentistas catalanes la razón del fracaso en la formación de un gobierno de progreso tras el 20-D y, con ello, la convocatoria de unas segundas elecciones en seis meses. Desde las filas independentistas, la moraleja es clara: “España” puede ignorar las reivindicaciones “catalanas”, sí, pero al precio de su propia parálisis política.

La aparente vuelta al peixalcovisme convergente que parece anunciar la elección de la nueva mesa del Congreso de los Diputados pone en cuarentena esa afirmación. Con todo, y aun dando por cierto que el fracaso en la formación de un gobierno de izquierdas tuviera su causa principal en el referéndum catalán y no, como creo, en la aversión de un sector poderoso del PSOE al pacto con Podemos, quizás merezca la pena observar la cuestión también a la luz de la política doméstica catalana. Y es que es la misma “cuestión catalana”, en la forma en que la tenemos planteada, la que mantiene a Cataluña en situación de parálisis, y no desde hace meses, como ocurre en Madrid, sino desde hace varios años.

Bastaría con referirse a la pobrísima producción legislativa de las dos últimas legislaturas, o a la incapacidad para aprobar los presupuestos en la actual, para corroborar esa afirmación. Incluso desde el punto de vista del Procés, el empantanamiento es evidente hasta para sus más entusiastas partidarios. De momento, todo parece reducirse a tomar decisiones que pueda tumbar el Tribunal Constitucional, a ver si así levantamos la decaída moral y creamos algunos independentistas más. Vana esperanza, me temo, a estas alturas.

Los resultados electorales del 20-D y del 26-J ratificaron que, como ya se vio en las autonómicas de septiembre pasado, la masa crítica del independentismo es insuficiente para dar el gran salto, y que, peor, no parece que la base indepe sea susceptible de aumentar en los próximos tiempos. Si no lo consiguió ni la íntima y obscena conversación del Ministro del Interior con el hombre propuesto por Artur Mas para combatir el fraude en Cataluña, ya me explicarán qué otra cosa podría hacerlo. Pero así estamos, entreteniendo al personal con gatopardistas refundaciones de partidos, referendos unilaterales (otros los prefieren vinculantes) de independencia, procesos constituyentes y cualquier otro invento que los estrategas del viaje a-no-se-sabe-dónde-ni-en-cuánto-tiempo se saquen del magín para que esto no decaiga.

Hay que reconocer, sin embargo, que en crear espesas cortinas de humo no tienen rival, porque han conseguido que esté pasando desapercibido que tanto las elecciones de diciembre como las de junio, que no depararon ni una mayoría recentralizadora ni otra independentista, sí afloró, en ambas ocasiones, una contundente mayoría social de izquierdas. Y nótese que digo social y no electoral, porque es evidente que hay fuerzas políticas que, situándose en diferentes zonas de la izquierda, difícilmente se unirían para articular una mayoría que diera apoyo parlamentario a un gobierno progresista. No, al menos, mientras la política catalana siga girando en torno a un imposible, que, además, todo el mundo sabe que lo es, aunque lo calle. Hete aquí el gran éxito del independentismo de orden, el artista antes conocido como Convergència Democràtica de Catalunya.

Y es que el procés está consistiendo en que, en un país donde hay una neta mayoría de izquierdas, la división de las clases populares por la cuestión nacional esté impidiendo la conversión de esa mayoría social en mayoría política, lo que deja el control de una parte sustancial del poder (empezando por la presidencia de la Generalitat) en manos de un partido que ha sido cuarto (en número de votos) en las dos últimas elecciones, y quinto, por detrás del PP, el pasado junio en las provincias de Barcelona y Tarragona, donde, según el Idescat, vive el 84% de los catalanes.

Nuestras izquierdas pueden mirárselo desde muchos puntos de vista, pero difícilmente podrán ignorar esa realidad: desde hace tiempo es posible construir una mayoría política de izquierdas que permita abordar con energía los gravísimos problemas de pobreza y desigualdad social que padecemos. Aunque eso es incompatible con el procés, claro. Y así nos va.

Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

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