Porno y vino blanco
"Desde que conozco tu obra, el cine para adultos lo comparto en pareja y antes lo consumía solo”, tercia un fan de la directora Erika Lust en la Filmoteca
“Claro, cine porno hecho por una tía”, justifica como un lamento a su colega, ambos alejados del intelectual supuestamente asiduo. Sí, no quedan entradas en la Filmoteca de Cataluña para la inauguración del ciclo sobre sexo y censura que se abre con nueve cortos de Erika Lust, ariete del pornofeminismo, que ella misma presenta. “Por fin, gente joven y sangre fresca en la Filmoteca”, comenta ya este sí un veterano prototipo de abonado, prejuicio mediante. Efectivamente, el público es variopinto: parejas jóvenes y cincuentañeras, algún intelectual sesentañero de manual (luengas barbas y cabellera, macuto en ristre y algo falto de ducha ya en estos primeros calores de julio)... Pero, sobre todo, mujeres, de toda clase, edad y condición. Una bella rubia, enyesada, pegaba unos atléticos botes desde sus muletas. “Igual es una gimnasta del porno que ha sufrido un accidente laboral”, susurraba un entendido a su compañero, broma que derivó en erudita discusión sobre la existencia del subgénero del cine porno con amputados...
Qué hacía un servidor ahí tiene mucho de misterio porque nunca me movió la ambición de sexo. No es necesario recurrir a Freud: la culpa, de las monjas teresianas, cuando una, sin venir a cuento de nada, nos soltó un día en clase a nuestra tierna edad de siete años que si nos hacíamos tocamientos se nos secaría la médula espinal. Sí, un clásico, eso lo sé hoy, pero esa imborrable mañana más de uno ignoraba de qué estaba hablando. Santa inocencia que duró aún, para quien esto suscribe, un tiempo prolongadito... Luego, ni una triste revista de las abundantes en los quioscos de los setenta, ni después libro de narrativa erótica alguno en los anaqueles domésticos... Influjo inconsciente de un Index Prohibitorum Librorum teresiano.
Ensimismado en esos pensamientos, irrumpieron los cortometrajes nacidos de XConfessions, proyecto en Internet iniciado por Lust en 2013, pozo sin fin de guiones de pelis porno en potencia: la gente envía sus fantasías y confesiones sexuales de manera anónima y ella escoge cada mes dos para convertirlas en cortos. “Es la audiencia la que me pide qué quiere ver”, admite. Y es real como la vida misma. Ya saben: la insaciable vecinita cuyos alaridos de placer no dejan dormir a uno; el cuñado que se lía con la cuñada tras la soporífera comida familiar... Todo con su attrezzo gimnástico correspondiente, si bien alejado de lo que Lust llama el “porno mainstream”; la suya, dice, es una oferta de “sexo divertido donde el hombre no aparece como enfadado castigando a la mujer en el acto sexual y la dominación y la sumisión están desmitificados”.
Bueno, la cosa iba bien bajo esas premisas a tenor de las caras de los espectadores, relajados, sin necesidad de retrepar en la butaca (“imágenes de sexo demasiado continuado incomoda”, aclararía después la directora), cuando hacia media proyección aparecieron dos cortos sobre BDSM (traducción: Bondage y Disciplina; Dominación y Sumisión; Sadismo y Masoquismo; al parecer, sexo no convencional, vamos). De la mitad de la sala, a la izquierda, con el de la dominatrix desertó una mujer. Cuando el del Amo, al empezar a trabajar este en su consultorio --la gente pedía hora, como si fuera al médico: la protagonista (¿no es la vecinita que gemía unos filmes antes?) apareció con su cesto de la compra y su barra de pan— los abandonos ya fueron cuatro y algunos rostros impasibles hasta entonces en la sala buscaban la mano, que frotaba frentes y hacía de visera ante tanto cachete, ruedecita de pinchos y anillos en los pezones.
“¿Te excitan tus películas?”, le soltó un espectador ya en el turno abierto de preguntas, cuyas respuestas fueron varias veces acompañadas de aplausos, como algunos cortos. “¡La típica pregunta!”, respondió la directora, que se sobrepuso con didactismo: “Excitar es solo uno de los objetivos de mis películas; también ayudan a hallar respuestas y probar cosas en las parejas...”. Y ahí terció un fan: “Desde que conozco tu obra, el porno lo comparto en pareja y antes lo consumía solo”. Más aplausos para la confesión, como en una reunión de otro tipo de adictos.
Excitar y compartir me retrotrajeron de nuevo. Esta vez, unos ocho años atrás. Sí, yo comí con Erika Lust. Ostras y vino blanco en un restaurante sueco, creo (mi homenaje). El local no existe ya, como el reportaje, congelada su publicación por esa incomodidad mal entendida de la progresía. Lust (me acerqué, pero no llegué hasta la sueca nacida en Estocolmo en 1977 Erika Hallqvist) lucía un abrigo rojo y me contó su filosofía -desarrollada en su libro Porno para mujeres-, aderezada con un sinfín de anécdotas y casos que provocaron que cada dos minutos el camarero se empeñara en rellenar unas copas que rebosaban, que revoloteara perturbado por las mesas adyacentes o que, desde otra, un trajeado comensal mutara en hombre-jirafa...
“Necesitamos más visiones nuevas y frescas; vamos, apúntense”, animaba la directora. Rebusqué en la trastienda erótica mental y recuperé un par de fantasías que igual tendrían éxito... por monjiles. Poco antes, le preguntaron a Lust si iba a saltar al largometraje y quien lo formuló tenía un asombroso parecido con el cuñado porno del corto. A la salida, era el Amo (¿no era también la víctima del insomnio por la insaciable vecina viciosa?) quien conversaba con dos bellas damiselas. Sin duda: los hombres de Lust. Disimuladamente, me puse a su altura. En la distancia corta de la vida real, vi posibilidades y si no hubiera sido porque ya sabía qué se escondía bajo sus pantalones, habría abandonado por fin el periodismo y probado fortuna para la franja de pornomaduritos versión Lust. La directora, siempre huyendo del arquetipo de eyaculaciones magmáticas, músculos por doquier y capacidades amatorias sin fin, proclamó: “Hay que buscar el estilo propio de uno; en el fondo, lo importante es la personalidad, ese atractivo que te hace único”. Insistiremos con la erótica de esa baza (qué remedio).
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