‘Hooligans’ con despacho
Por primera vez hemos tenido pruebas directas del uso sistemático de los aparatos del Estado para librar una guerra sucia contra adversarios políticos legales y pacíficos

Mientras el grueso de la opinión publicada se halla ya inmersa en el escenario postelectoral, en la especulación y la expresión de anhelos sobre la política de pactos a ejecutar en España durante las próximas semanas, sepan disculparme si este artículo desentona de la melodía dominante y retrocede un par de pantallas, hasta las jornadas previas a los comicios del 26-J. No me parecería históricamente justo que las novedades surgidas de las urnas el pasado domingo disiparan, borrasen de la conciencia colectiva la trascendencia del Fernandezgate.
Por primera vez en la historia de la democracia postfranquista hemos tenido pruebas directas (no indicios, no imputaciones, no sospechas...) del uso sistemático de los aparatos del Estado para librar una guerra sucia contra adversarios políticos legales y pacíficos, buscando la destrucción moral de sus principales líderes sobre la base de asociarlos falsamente con prácticas corruptas, fraudulentas y delictivas.
Hemos escuchado al señor ministro del Interior departir tranquilamente durante horas con un compinche de lujo acerca de la explotación política de rumores, maledicencias y bulos de café referidos a los entonces más altos cargos institucionales de Cataluña (el presidente de la Generalitat, el alcalde de Barcelona, el líder de la oposición en el Parlament...). Les hemos oído hablar con el mayor desparpajo sobre los medios de comunicación afines a los que podían recurrir como cómplices de sus intrigas. Y referirse a la fiscalía en el mismo tono en que se alude a los miembros del servicio doméstico, como un dócil instrumento al servicio del poder.
El interlocutor de Jorge Fernández Díaz en estos edificantes diálogos era el señor Daniel de Alfonso Laso, director de la Oficina Antifraude de Cataluña. De lo cual se deduce que, en las circunstancias de subordinación política que vive este país, es peligroso inventar artefactos como la citada oficina: creada en 2008 con el loable propósito de “fortalecer la integridad en el sector público catalán, previniendo e investigando la corrupción” (copio de su página web), las revelaciones de Público.es muestran que, en este último lustro, De Alfonso la convirtió en una terminal del ministerio del Interior y en un esforzado peón de la policía patriótica auspiciada por Fernández Díaz. Está claro que no eran tales las intenciones del gobierno Montilla ocho años atrás, pero cuando no se tiene verdadero poder ciertos experimentos pueden transformarse en bumerán.
Sin embargo hay algo, a mi juicio, todavía más grave. Hasta 2011, Daniel de Alfonso era magistrado de la Audiencia de Barcelona, y volverá a serlo tan pronto como el Parlamento catalán culmine su destitución. Y bien, un alto miembro de la judicatura en un Estado democrático y con separación de poderes, ¿puede proclamar ante el ministro del Interior que él es “español por encima de todo”, y añadir: “considérame un cabo de tu Cuerpo Nacional” y luego seguir dictando sentencias? ¿Existen muchos jueces y magistrados con la misma disposición de ánimo? ¿Es con semejantes parámetros jurídicos como va a juzgarse, por ejemplo, a los encausados por el 9-N?
De las magras consecuencias políticas del escándalo, no me sorprenden ni el cínico aplomo de sus dos protagonistas al presentarse como sendas víctimas, ni su desenvoltura al obviar el contenido de las charlas, ni su simétrica negativa a dimitir. Me parecen más dignos de reflexión los efectos del caso sobre el voto al PP de Cataluña el pasado domingo.
Si, tras las flagrantes revelaciones de los días previos, la candidatura encabezada precisamente por Jorge Fernández ganó 45.000 votos absolutos, 2,2 puntos porcentuales y un escaño para el jurásico Llorens, ¿resulta descabellado presumir que, a una parte substancial de esos viejos y nuevos votantes, les parece razonable y hasta necesario que el ministro del Interior intrigue, urdiendo tramas, filtraciones, dossierese informes apócrifos, para acabar con los enemigos de la unidad de la patria? Más aún: ¿no cabe sospechar que, para algunos de esos electores populares, los Mas, Junqueras, Trias, etcétera, deberían estar ya en la cárcel?
Quizá entre los votantes del ministro conspirador se hallasen aquellos hooligans de La Roja que, este lunes por la tarde, se concentraron en el centro de la plaza de Catalunya a los gritos de “Antes gabachos que perros catalanes”, “Artur Mas a la cámara de gas”, “Puta TV3”, etcétera. Y es que el fervor patriótico, a veces, se descontrola; ya sea en la calle, la urna o el despacho ministerial.
Joan B, Culla i Clara es historiador.
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