Neil Young y el orgullo generacional
El cantante hizo sentir la intensidad del rock a un público adulto que le aupó en el Poble Espanyol
Ayer fue una noche estupenda para sentirse joven a los cincuenta años. Era en el Poble Espanyol y es cierto que quien convocaba tiene 70, pero sentirse mayor ayer era difícil para buena parte de las cerca de cuatro mil personas que allí se reunieron. Si además el setentón resultaba tener brío, presencia, ganas y mucha música, la noche pintaba redonda.
Sí, Neil Young reunió a su generación en un espacio en el que los menores de cuarenta años casi brillaron por su ausencia, y los menores de 25 estaban acompañados por sus padres o por los hermanos mayores. Sí, una noche para gritar fuerte que el rock sigue cimentando unos lazos estéticos que sí, peinan canas, pero aún peinan, que ya es. Ofició Neil Young. A las 21:10 salía a escena en solitario, con esa pinta de trotamundos recién salido de un rincón polvoriento: sombrero de fieltro negro calado hasta las cejas, camisa de leñador en tonos grises y negros y pantalón negro. Fue hacia un piano de pared situado en un lateral y comenzó a interpretar After The Gold Rush, que dio paso a Heart Of Gold, Comes A Time y The Needle And The Damage Done.
Acústica, armónica y órgano para lograr que el silencio más inusitado se escampase por la plaza del recinto. Era casi mágico. Nadie hablaba, nadie usaba el móvil, sólo ojos y atención para el oficiante que iniciaba su concierto por el tramo acústico, con acentos de country y de folk, con la mirada en el henar y la campiña, la melodía hermosa, el tono pausado.
Su voz, esa cuchilla afilada y aguda, mostraba fuerza, y aunque algo mellada para subir en algunos agudos, no cabía olvidar que era la excelente voz de un septuagenario. Muchos jóvenes que la desearían, con ese tono y esa presencia. Aún pasaron por el escenario, entre el respetuoso silencio con el que las acogió la plaza entera, otras cinco piezas más, antes de que Neil tomase su guitarra eléctrica para comenzar el segundo tramo del concierto. Si éste había sido abierto por dos campesinas que simulaban estar de siembra, la transición hacia lo eléctrico la introdujeron unos personajes vestidos de fumigadores, una forma de situar la alimentación transgénica y a Monsanto, unos de los diablos de Young y contrapoder a la agricultura tradicional, en el centro de la crítica. Y entonces Young se acalambró y aunque con suavidad inició un paulatino aumento de intensidad. Se sirvió de gemas como Out Of The Weekend, Alabama o Words, y entonces múltiples recuerdos de años pasados anidaron en la memoria de todos aquellos que se han hecho mayores escuchando la música de este canadiense airado que ayer se acompañaba de cinco chavales reunidos bajo el nombre de Promise Of The Real. Ya había marchado la luz y sólo los focos del escenario apuntaban a los protagonistas.
Muy lejos, en el lado opuesto, algún iluso, emocionado por tener a Young a mano, grababa con su móvil esperando tener algo más que una mancha lejana de luz. Pero era de los pocos con tecnología digital en la mano, pues el ambiente general y la actitud del público era propia de los conciertos de antes, cuando los teléfonos estaban en la mesa de casa y había mecheros en las baladas. No se llegó a tanto, pues del fuego comenzó a encargarse Neil Young, que en Love To Burn ya puso en escena una pieza larga donde lo sustancial es el tramado de guitarras en constante persecución una tras otra. Y había tres. Era el momento del cabeceo, y las canas se movieron en aquel mar plateado, tan libres como cuando sólo eran un futurible. Se llevaba casi hora y media de concierto pero nadie parecía cansado, ¿cómo hacerlo si el señor del escenario no dejaba de tocar mostrando que aún tiene uñas?
Al poco llegó Mansion On The Hill, con sus coros, sus guitarras y su tensión, esa tan propia de las canciones más enérgica de Neil Young. Parecía contento, disfrutando de la actuación, musitando a sus músicos la pieza que iba después, todo y que su repertorio no tuvo sustanciales cambios sobre los que ha ofrecido recientemente. Las luces, siempre blancas y sólo blancas, servían más que nada para ver y con Young ya sin camisa, hacía rato que la había abandonado, Revolution Blues recordó cuando vestía de amarillo de cara al mar. Aún quedaba tralla, tralla suficiente para que varias generaciones se sintiesen vigentes y con ánimos para decirles a los más jóvenes que no sólo ellos pueden presumir de tener música airada y vital. Neil Young lo hizo posible con un concierto fenomenal.
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