Cicerón y el insulto en política
Si no corre peligro la democracia por el secuestro de un corrupto poderoso, como dijo el filósofo, la agresión verbal al adversario es una falacia para crear ruido con la apariencia de un argumento
El momento más comentado en los medios de comunicación y redes sociales de la última campaña electoral del 20-D sucedió cuando, en pleno debate televisado, Sánchez dijo: “El presidente del gobierno, señor Rajoy, tiene que ser una persona decente; y usted no lo es”, a lo que Rajoy replicó: “Su intervención ha sido ruin, mezquina y deleznable; es una intervención mi-se-ra-ble”. Cuatro meses después de este acre cruce de descalificaciones, se produjo el ritual de la disculpa y la aceptación, escenificado con formas corteses ante los medios. El episodio de la agresión mutua quedó zanjado elegantemente.
Quien crea que esta tormenta de virulencia verbal no demasiado ejemplar es una novedad apenas vista en el debate político de alto nivel, que recuerde que desde el año 450 a.C. la retórica clásica codifica este comportamiento beligerante en la figura oratoria del argumento ad hominem. El argumento contra la persona, la palabra usada como una agresión mutua cuerpo a cuerpo, no forma parte precisamente del inventario de argumentos lógicos y racionales aristotélicos, sino que es uno de los mejores ejemplos de lo que Cicerón denominó falacias emocionales, desbordamientos pasionales con formato de argumento pero vacíos de contenido útil para un debate.
En la oratoria clásica, el insulto contra el adversario es una estrategia débil y errónea, porque subraya la carencia de argumentos convincentes sustituidos por ruido y produce un deterioro de la imagen personal y ética del orador en la consideración del auditorio.
Bien es cierto que, en determinadas coyunturas históricas, se dieron las circunstancias propicias para que se instaurara provisionalmente una especie de período de excepción oratoria durante el cual el argumento ad hominem cumplió una función beneficiosa que Cicerón incluso calificó de “deber cívico”. Cuando los valores democráticos de la república romana corrían peligro a causa del saqueo de las arcas públicas y la catadura moral corrupta de Marco Antonio, surgió la obligación moral de alzar clara y rotundamente la voz contra el tirano para desenmascararlo.
Y Cicerón lanzó sus Filípicas en el senado contra Marco Antonio en el año 44 a.C., usando, entre otras expresiones humillantes: “vergüenza humana andante degradada por el envilecimiento, profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, prostituto de moral corrompida, experto en actos de bajeza e infamia, borracho disoluto”. Las Filípicas ciceronianas fueron una serie de discursos demoledores pronunciados en sede senatorial que destrozaron para siempre la imagen personal y la reputación pública de Marco Antonio, que a la postre tuvo que exiliarse en Egipto, el lugar de la Tierra conocida más alejado de Roma. A Cicerón le costaron la vida.
Si no corre peligro la democracia secuestrada por un corrupto poderoso, la agresión verbal personal en el debate político es una simple falacia con apariencia engañosa de argumento que enrarece la discusión, un episodio dialéctico desafortunado al que se le augura un recorrido natural que terminará de manera previsible en una reconciliación civilizada y amable de las partes.
No obstante, volviendo a la reflexión comunicativa que nos proporciona la historia de la oratoria política, en una vuelta más de tuerca, la sofisticada mente de Cicerón advirtió que, en determinadas ocasiones, un orador puede utilizar arteramente el argumento ad hominem como estrategia para provocar de manera interesada un conflicto que llene de ruido y furia la situación, permitiéndole al político desviar la atención y no abordar un tema incómodo del que no le conviene hablar en ese momento. En este caso, el ataque verbal al adversario sería paradójicamente una manera indirecta de autodefensa. Cicerón añade a esta reflexión la sospecha de que, en ocasiones, ambos oradores pueden aprovecharse de la confusa situación.
Según cifras publicadas por el Ministerio del Interior, en nuestro país hay abiertas cerca de 1.700 causas por corrupción, con más de 500 imputados y 20 culpables sentenciados en prisión. Cuando estalla un episodio de agresión verbal personal mutua en un debate político, los ciudadanos tienen la sensación de que los oponentes sienten una animadversión personal mutua, radical y urgente que les impide seguir debatiendo sobre la cuestión que los enfrenta. Dejar de argumentar de manera racional para atacarse verbalmente de una manera muy cruda es un fracaso comunicativo para todos que priva desafortunadamente a los ciudadanos de escuchar lo que sus líderes políticos tienen que decir sobre un tema polémico.
Estrella Montolío Durán es catedrática de la UB y experta en Comunicación.
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