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Refugiados de la chatarra

Miles de inmigrantes recorren las calles de España desde el comienzo de la crisis en busca de residuos metálicos para sobrevivir. Esta es la historia del senegalés Sarra Waly

Daniel Verdú
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The immigrants reduced to collecting scrap metal to survive in Spain

Un buen día son unos 300 kilos. Con ese peso, el carrito de Sarra traquetea de lado a lado por la acera y apenas puede anclarlo en una farola mientras rebusca con las manos en algún contenedor. Un buen día suelen ser 30 kilómetros andando durante 10 horas sin parar a comer. Da igual. Porque cuando llega a la báscula y los dígitos tienen tres cifras significa que ha valido la pena. Son 40, 50 euros… Pero antes de cobrar hay que triturarlo todo a martillazos en la nave. Calderas, tornillos, placas de ordenadores, tuberías… Las partículas de polvo metálico vuelan por los aires y la montaña de residuos crece a cámara rápida. Eso también tiene que hacerlo el senegalés Sarra Waly, uno de los miles de inmigrantes que la crisis expulsó del mercado laboral y que han encontrado refugio en la chatarra.

Barcelona, por su orografía y naves abandonadas, es la capital del fenómeno

Barcelona es la capital de este fenómeno. Por el clima, por la orografía y puede que por la posibilidad de almacenar la basura metálica que ofrecen las naves abandonadas del antiguo barrio industrial del Poble Nou. Pero en todas las ciudades de España —en Madrid suelen ser rumanos— hay gente empujando un carrito de supermercado con un palo en la mano para escudriñar en el fondo de los contenedores. Desde el comienzo de la crisis, estos vagabundos de la chatarra —como los bautizaron y retrataron brillantemente en su novela gráfica Jorge Carrión y Sagar Forniés— buscan fortuna desguazando los restos de la bonanza española que ellos mismos ayudaron a construir.

La mañana que EL PAÍS recorrió las calles de Barcelona con uno de ellos, la mayoría eran subsaharianos. Pero también hay rumanos, marroquíes, españoles y hasta un japonés que lleva un perrito atado al carro toda la jornada. Algunos duermen en naves abandonadas o en alguno de los más de 40 asentamientos ilegales que hay en Barcelona. Otros viven en pisos patera de Terrassa o Premià, como Sarra, y pagan el tren el día que pueden para ir venir a trabajar. El precio de lo que buscan, torpedeado por la producción de acero chino y el exceso de achatarramiento, se ha desplomado un tercio desde 2006. Para sobrevivir, cada vez hay que cargar más.

Karim es el responsable de la chatarreria en la Calle Joan de Austria, en Poblenou.
Karim es el responsable de la chatarreria en la Calle Joan de Austria, en Poblenou.Gianluca Battista

En aquella época, Sarra Waly, senegalés de 37 años con hija y esposa en Tambacounda, no pensaba en la cotización del metal en la Bolsa de Londres, el mercado donde se decide el valor de lo que él recolecta hoy como medio de vida. Hijo de una familia de campesinos, llegó en 1999 a España, donde entró con la ayuda de una agente de la Guardia Civil en Ceuta, recuerda antes de empezar su jornada. Desde entonces ha hecho de todo, siempre con sus manos, grandes y endurecidas especialmetne en los dos últimos años. Jardinero, recolector de fruta en Murcia… En 2006, en plena burbuja, consiguió un trabajo en una subcontrata del túnel del AVE. Ganaba 2.500 euros. Su jefe de entonces acabó en la cárcel por inflar precios. Y él, en la calle.

A las 7.30, decenas de buscadores llegan a la nave de la calle Juan de Austria. Traen en el bolsillo un papelucho arrugado con un número de registro para vender aquí el género. Al final de la jornada, lo entregan en la báscula y Karim, un senegalés de 40 años que ha prosperado en este negocio, les paga el precio correspondiente: 0,13 euros por kilo. Es difícil pasar de 30 euros. “Así no se vive, se sobrevive”, admite con unos auriculares al cuello y una sudadera azul. Luego, él lo vende a una chatarrería más grande de Badalona que termina llevándolo a una fundición para transformarlo en acero.

“Así no se vive, se sobrevive”, admite el encargado de una chatarrería del Poble Nou

Sarra se pone la ropa de trabajo que esconde en la nave y desencadena el carro de supermercado con el que trabaja. Camina más de 20 kilómetros serpenteando por las calles de Barcelona en una jornada salvada por el inesperado hallazgo de 175 kilos de chatarra de una obra cercana. Revisa casi todos los contenedores con las manos desnudas, no le gusta lleva guantes. Anda sin parar, ni siquiera para comer. Ha hecho un trato consigo mismo: hasta que su hija Fátima de 7 años llama desde Senegal y le cuenta que ya ha comido, él no prueba bocado. A veces hasta la noche. Ha perdido 35 kilos desde que empezó hace dos años.

España recoge alrededor de 7,2 millones de toneladas de chatarra al año. Una buena parte procede de los carros de estos supervivientes. Alicia García Franco, directora general de la Federación Española de la Recuperación y el Reciclaje, cree que se trata más bien de un problema social. “Esta gente no roba, recoge material abandonado o pedazos de instalaciones desechadas… Lo llevan a una chamarilería, que es pequeña y legal. Están limpiando las calles y se sacan un dinero”, señala.

Sarra Waly puede recorrer en un día unos 30 kilómetros andando.
Sarra Waly puede recorrer en un día unos 30 kilómetros andando.Gianluca Battista

Pero algunas mafias ven mano de obra barata y los reclutan en pequeñas cuadrillas que distribuyen en distintos lugares de la ciudad. Trabajan en turnos de noche y de día. Pasadas las horas, les recogen con las furgonetas de nuevo y les pagan un pequeño porcentaje por los residuos. Ibrahim, un buscador de Gambia que camina por el Ensanche barcelonés, trabaja así. Al principio le salía a cuenta; hoy se ha convertido en esclavo de otros compatriotas, asegura.

En parte por eso, el Ayuntamiento de Barcelona creó la cooperativa que ha empezado a dar cobijo legal a algunos buscadores desde hace un año. De momento hay unas 25 personas de casi 10 nacionalidades distintas. Pero cuesta arrancar “Queremos evitar esas situaciones regularizando a estas personas. Pero somos conscientes de que estamos empezando”, señala Guillermo Rojo, coordinador de Alencop. La mayoría sigue a la intemperie legal.

Cada día, a partir de las seis de la tarde, 10 horas después de comenzar el viaje, regresan a la nave en procesión. En la puerta esperan unos cuantos marroquíes que examinan los carros y buscan algún objeto para revender. Ofrecen uno, dos, tres euros... Mohamed embarca una vez al mes su coche en un ferry hasta Tánger cargado hasta arriba para revender esos artículos. Conoce a casi todos los buscadores. “Es curioso, se habla mucho de los refugiados y de lo necesario que es ayudarles. Y es cierto. Pero a veces nadie se acuerda de los que estamos aquí”, analiza. Sarra pasa por su lado y sonríe por debajo de su bigote. Todavía le queda una hora de desguace para volver a casa.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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