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Café de Madrid

Guitarra de aire

La música, como toda felicidad, es efímera e impalpable aunque parece rozarse con los dedos

Escondido entre los jardines de la Plaza de Oriente, el anónimo guitarrista sorprende a muchos paseantes con el notabilísimo virtuosismo de una rara prestidigitación: quizá sea el único músico callejero --¡y en Madrid tenía que ser—que llama la atención instantánea, y recoge respetables cantidades de propinas en una caja de cartón, con el trampantojo genial de tocar una guitarra sin cuerdas. A primera vista –o primera escucha—parece que el juglar está clonando milagros de Paco de Lucía o que él mismo es reencarnación de Paganini en seis cuerdas; el volumen de la bocina rebasa el eco del verde auditorio de las hojas y todo el que lo oye de lejos, se acerca a escuchar con un convencido asombro que se vuelve callada consigna entre signos de admiración: “¡Cómo es posible que este genio viva de lo que toca en la calle!”.

No todos los que dejan monedas o escuchan absortos caen en la cuenta de que en realidad, el virtuoso no toca nada y simplemente mueve las yemas de los dedos de su mano izquierda a una velocidad supersónica, sincronizados con las notas y que completa con su diestra la vera destreza con la que juega a una suerte de karaoke o playback de auténtico pícaro.

Guitarra de aire llaman en algunos bares de los Estados Unidos a los etílicos concursos de quienes fingen llevar una guitarra en brazos y realizan imitaciones impalpables de grandes éxitos del rock como si fueran Jimmy Page o Keith Richards, pero el anónimo guitarrista falso de Madrid eleva el término a otros niveles: lo suyo es realmente una guitarra de aires de magia, del juego de ¿dónde quedó la bolita? con el que acostumbraban embaucar los gitanos a la salida del circo. Es una pantomima y una broma el fondo inofensiva, que provoca risa incluso en quienes hemos caído en su engaño entre el follaje.

También es metáfora, pues no deja de revelar que muchos transeúntes tararean canciones sin importar la letra, memorizan tonadas que se vuelven inolvidables sin importar intérprete, idioma o significados y mantienen vigente algo viejo truco entrañable de las películas en blanco y negro donde todo actor fingía tocar guitarras (esas sí con cuerdas) aunque se notaba a leguas que nunca o casi nunca cambiaba de pisadas con la mano izquierda sobre el diapasón o que casi nunca o nunca correspondían los fingidos rasgueos de la mano derecha con el ritmo de la tonada.

Eso mismo pasaba con los besos cinematográficos que ya sabemos que no lo son de verdad y bien visto, la Guitarra de Aire de la Plaza de Oriente se aparece de vez en cuando tan cerca del Teatro Real como misteriosa confirmación de que la música, como toda felicidad, es efímera e impalpable aunque parece rozarse con los dedos.

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