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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La venganza de la transparencia

Las relaciones de poder tratan de reservar la privacidad para los de arriba y la transparencia para los de abajo

Cuando a finales del siglo XVIII Jeremy Bentham ideó el panóptico —una cárcel diseñada para no tener rincones ni zonas oscuras, un espacio de control visual total desde una torre central— puso en papel un anhelo habitual de los que mandan: controlar a los mandados en todo momento, negarles la privacidad e imponerles la transparencia más absoluta, con el fin de doblegarlos, someterlos, anularlos.

Desde entonces, los esfuerzos por hacer transparentes a los demás (siempre los demás, nunca uno mismo) no han cesado. Por eso la generalización de la prensa y la fotografía llevó a las primeras definiciones legales de la privacidad, ya a finales del siglo XIX. Y por eso también las policías de primeros del siglo XX empezaron a adoptar una tecnología aún en ciernes, la videovigilancia, para registrar lo que ocurría en espacios públicos durante eventos de masas (desde coronaciones a espectáculos deportivos). 'Si les vemos, les podemos controlar'.

A finales del siglo pasado, las tecnologías capaces de seguir todos nuestros pasos, de eliminar rincones y zonas oscuras incluso cuando uno no vive en una cárcel, no han parado de proliferar. Los sueños húmedos de control que en el siglo XVIII parecían distópicos se presentan hoy como posibilidades tecnológicas socialmente deseables, y administraciones públicas y empresas privadas se lanzan a la compra de la última cámara de videovigilanica, el último sensor, el último lector biométrico, el último algoritmo. Compran la posibilidad de convertirse en el Gran Hermano, el ojo electrónico que todo lo ve, e insisten en que ninguna comunicación pueda permanecer en el anonimato o en el secreto —por nuestro bien—. Los mismos gobiernos que a menudo amparan el fraude y defienden la opacidad de los paraísos fiscales buscan convencernos de que nuestras comunicaciones sí deben estar a la vista de todos, que utilizar mecanismos de anonimización como la red Tor equivale a amparar el terrorismo o que defender que nuestros teléfonos móviles no tengan puertas traseras por donde agencias que desconocemos extraigan nuestros datos es deseable —-por nuestra seguridad—.

Desde hace tiempo, muchas son las voces que denuncian los riesgos de esta visión panóptica y exponen el sesgo de esta transparencia impuesta por aquellos que tienen todas las herramientas para permanecer, ellos sí, opacos. Parece que avanzamos hacia un futuro de transparencia impuesta a los de abajo y opacidad y privacidad para los de arriba.

Pero a veces las alarmas apocalípticas olvidan elementos que sugieren que si el combate por el derecho a las esquinas y rincones oscuros es un enfrentamiento entre David y Goliat, quizás no esté tan claro quién es quién. La tecnología ha hecho el control más fácil, puesto que la digitalización siempre deja rastro y éste puede perseguirnos. Es la memoria obligatoria. La imposibilidad de esconderse. Pero aunque, como en todo, las relaciones de poder se reflejan en la distribución de la transparencia y la privacidad y el combate para reservar la privacidad a los de arriba y la transparencia a los de abajo es real, también lo es que la oposición a esta deriva da golpes duros.

Golpes duros como la revelación esta misma semana de los documentos de las negociaciones secretas entre EEUU y la Unión Europea sobre el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP), que hasta ahora ni siquiera los eurodiputados podían obtener. Golpes como los documentos internos del despacho Mossak Fonseca y sus #papelesdepanamá, que nos han permitido a todos ver por el cerrojo una fracción de los flujos de capital evasor que se desarrollan a nuestras espaldas. Golpes como las revelaciones de Snowden y la constatación de las continuas mentiras de la Agencia de Seguridad Estadounidense (NSA) en sede parlamentaria, negando una y otra vez que llevara a cabo actividades ilegales de espionaje masivo de ciudadanos y ciudadanas estadounidenses.

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Ante este tren en marcha, deberemos decidir cómo queremos distribuir la privacidad y la transparencia en la sociedad de los datos, porque el combate lleva tiempo dirimiéndose ante nuestras narices. Si el objetivo era imponer transparencia a los de abajo y arrogarse la privacidad desde arriba, es evidente que éste no será, para los de arriba, un camino de rosas. Y que la tecnología juega en ambos bandos.

Gemma Galdon es doctora en políticas públicas.

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