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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El consenso de los gobernados

En el Contubernio de Munich en 1962 la oposición antifranquista ya discutió y se dividió alrededor del derecho a decidir

Lluís Bassets

La fórmula es reciente, pero la idea que la inspira tiene solera y constituye una de las definiciones de democracia. Es la necesidad de gobernar con el consentimiento de los gobernados. Nada distinto es lo que movía a la oposición antifranquista hace 60 años, tal como nos recuerda Jordi Amat, en su libro La Primavera de Munich. Esperanza y fracaso de una transición democrática, última e inspirada aportación a la historia de los combates por la democracia en España, que se suma a su también inspiradísimo El llarg procés, en el que relata el cambio de hegemonías culturales que se ha producido en el catalanismo en los últimos decenios.

En este magnífico trabajo que le ha reportado el Premio Comillas, Amat despliega como en un friso el relato de conspiraciones, reuniones y documentos que rodean al encuentro del Movimiento Europeo en Munich en 1962, al que asistieron los exiliados republicanos y la oposición interior y que provocó una virulenta y airada reacción del régimen franquista, tanto propagandística (de ahí sale la denominación de Contubernio de Munich) como represiva: detenciones, multas y confinamientos de buen número de los asistentes a su vuelta a España.

La reunión escenificó el encuentro entre oposición interior y exterior y fue un éxito del antifranquismo moderado. Estaban representadas las dos fuerzas hegemónicas en Europa (socialdemocracia y democracia cristiana), además de personalidades y grupos liberales y republicamos. No estaban los comunistas, ajenos entonces al europeísmo, anclados en el mito de una huelga general que debía derrocar a un régimen en descomposición y todavía lejos del eurocomunismo que les enemistaría con Moscú.

Era un momento álgido de la guerra fría (el muro de Berlín apenas tenía un año, la crisis de los misiles en Cuba estalló poco después), de forma que una dictadura como la española, que acababa de salir de la autarquía, pretendía ser aceptada por las instituciones europeas como lo había sido en la década anterior por las instituciones internacionales. En Munich quedó fijada la línea roja, que sirvió para todas las sucesivas ampliaciones del club europeo: sin democracia no hay integración. Lo dijo Salvador de Madariaga, uno de los protagonistas de la reunión: Europa no es solo comercio, sino un espacio de libertades en el que no caben las dictaduras.

Antes y durante Munich hubo una seria divergencia entre los republicanos del exterior y la oposición del interior, que hizo peligrar la reunión. Para el exilio, la soberanía popular es anterior y superior a cualquier legitimidad institucional. Para el interior, bastan las elecciones libres de las que salga un Parlamento aunque se mantenga la institución monárquica. La primera propuesta de resolución incluía “la celebración de elecciones libres en condiciones tales que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo y la autodeterminación, o sea, la libre elección de régimen, de gobierno y de las estructuras que hayan de regular en el porvenir la convivencia de las comunidades naturales y de los ciudadanos en el Estado futuro”. En la resolución aprobada, quedaba en “la instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados”.

La fórmula ambigua que permitió mantener la unidad de los demócratas fue, según Amat, “el precio de la transición”. A la hora de la verdad en 1978, nadie pidió el referéndum sobre la forma de Estado ni sobre la relación de las nacionalidades históricas con el conjunto de España. Todo se dio por subsumido en una Constitución que garantizaba los derechos y las libertades.

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¿Ha llegado la hora de romper con aquella ambigüedad que garantizó por vez primera la unidad del exilio y la oposición interior frente a la dictadura? ¿Bastaría una reforma constitucional que fuera la oportunidad para republicanos e independentistas de hacer campaña directamente a favor de sus reivindicaciones? ¿Quedaría colmado el derecho a decidir en un referéndum que inevitablemente también significaría la ratificación de la forma y la estructura del Estado y no de la democracia como en 1978?

La primavera de Munich no responde a ninguna de estas preguntas, porque no es lo que corresponde a un libro de historia, pero su lectura ayuda a responderlas y a meditar sobre el consentimiento de los gobernados, condición imprescindible para la democracia y expresión arqueológica del derecho a decidir tan bien formulado hace 54 años en aquella reunión del Movimiento Europeo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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