Inútiles
Restados funcionarios de las fotocopias con canutillo y ases del papel doblado a lo origami, resulta que no se encuentran encuadernadores artísticos en la Barcelona flamante ciudad literaria de la Unesco
Robert Falcon Scott murió congelado a 17 kilómetros de un depósito de víveres. Se obligó, junto a sus compañeros de expedición a la Antártida, a pesar al milígramo enseres y comida para reducir la carga, él que se llevó una voluminosa selección de novelas polacas y rusas, que durante las gélidas horas en la tienda a la espera de que amainaran los temporales de nieve organizaba en pleno desierto blanco debates culturales (Universitas Antartica, lo llamaba) y que, pese a sacrificar hasta algunos ponies que entorpecían la marcha, arrastró durante 643 kilómetros unos 16 kilos de fósiles del paleozoico tardío para la Royal Geographical Society. ¡Qué inútil!, ¿verdad?
Cobarde en la vida, ante la imposibilidad de parecerme moralmente en nada más, me sentí hace poco solidario con el explorador tras un traslado de biblioteca: tiré de todo antes que desprenderme de un solo volumen. Fue imposible. Cada libro se abría por un capítulo de mi vida: de cuándo fue leído y por qué, de dónde fue comprado o por quién regalado, del sentimiento identificado o del que me fue prestado, de que fui muy querido aunque nunca estuve a la altura, de que encarné feliz otras vidas pero que soy, en definitiva, menos de lo que soñé.
El trasvase y la purga fallida hizo aflorar un Nouveau Dictionnaire Illustré de Pierre Larousse de 1894 y la Enciclopedia Cíclico-Pedagógica de Grado Medio, “por Don José Dalmau Carles”, a la sazón también editor en Gerona y Madrid, de 1936, que mi padre utilizó como único –ahí, conjugaciones; después, poliedros; más allà, reyes godos- libro de texto. Totalmente inservibles; muy deteriorados. Puro paleozoico tardío. Lastre improductivo para el trineo de la vida moderna... Momento Scott: se vienen conmigo y con honores porque serán llevados a encuadernar.
Nunca creí que un libro pudiera ser tratado a martillazos; un sonido seco, apagado. “El lomo, para hacerlo curvo, se forma así”, dice María Lucas tras aporrear contundente y precisa el grueso pliego. No lo parece, pero el ejemplar está en buen lugar e inmejorables manos: en el aula-taller de Encuadernación de la Escuela Superior de Diseño y Arte de la Llotja, con su profesora al frente. Nada fácil encontrarles. Restados funcionarios de las fotocopias con grapas o canutillo, artistas de la cartulina y la cola blanca y ases del papel doblado a lo origami, resulta que no se encuentran encuadernadores artísticos en la Barcelona capital de la edición o flamante Ciudad de la Literatura de la Unesco. Qué cosas.
Y menos que habrán: hay 12 alumnos oficiales entre los dos cursos de la especialidad, pero como este año solo se han inscrito dos en primero, la Generalitat quiere fusionarlos con los de grabado, pack educativo de esos que son preámbulo y argumento (no-queda-más-remedio-ya-se-sabe-los-tiempos-la-rentabilidad-no-se-han-sabido-adaptar) de la inevitable supresión de la especialización. “No se contabiliza a los que hacen los cursos monográficos y no se trabaja la titulación: parece que solo interesa un tipo de formación muy enfocada a la industria”, lamenta Lucas. Hoy es la única profesora, interina desde hace 22 años, que añora el Conservatorio de las Artes del Libro primigenio, de 1950, en un claustro gótico junto a la Biblioteca de Catalunya, cuando impartían seis profesores (caídos de la jubilación sin sustitución).
Desde 1995, la sección está en una antigua fábrica en Sant Andreu. La nave se antoja una estepa helada y los hoy nueve alumnos, “leopardos de las nieves”, “especímenes escasos”, como se autodefinen en unas artísticas octavillas para denunciar su situación y en las que Virginia Woolf o Frida Kahlo aparecen tras las rejas de la filiforme tipografía de la palabra “Inútil”. “Los alumnos son especiales, con una sensibilidad muy diferente: van con iPads y móviles, pero no están pegados a ellos”, define la profesora. “Cada vez nos piden nuestra colaboración en más editoriales; en Francia y Alemania se solicitan más encuadernaciones artísticas”, dice Anna Varela, editora de formación, que tuvo que cerrar con la crisis el sello que fundó con unos amigos y ahora completa el círculo encuadernando. “No sé si vuelve o no el oficio, pero no puede desaparecer porque, si lo hace, no volverá a nacer”, intuye Lola Querol mientras rebaja un trozo de piel con una chifla. Trabaja con un colectivo que hace agendas y libros especiales y también encuaderna con unas monjas, “escondidas como masones”, en un monasterio de Sarrià. “Si hablamos de una lengua que desaparece entonces en la Administración sí lo entienden, pero con este oficio, no”, suelta Anna Comellas, profesora de grabado que cruza fugaz el taller.
Hay mucho libro destripado. Aguarda así, congelado, un Vida y muerte de las ideas, de José María Valverde. “Ahora ya sí es un libro”, se desahoga tras la tensión Nuria Maya, que culmina un proceso de semanas grabando en dorado, entre los nervios del lomo curvo del volumen aprisionado en el burro de mesa, el título Las olas, de Woolf. Estudió fotografía y ahora encuadernación para acabar un proyecto suyo y, quién sabe, trabajar con otros artistas. “Quería huir de lo industrial, todo es lo mismo…”, proclama Juan Muñoz, que gestiona stocks en la editorial Teide. Sí, parecen todos imbuidos del espíritu de Scott.
No apunta que ni el pedigrí (hay dos Erasmus de Turquía, una chica rusa… “tenemos más prestigio fuera que aquí”, constata Lucas) ni que no sean una gran carga financiera (“solo cuesto 40.000 al año”, dice la profesora) den esperanzas a su futuro. Y, en cambio, no hay desánimo ni reproche, hasta se respira serena felicidad.
“Las cosas han ido en nuestra contra y, por tanto, no tenemos motivo de queja, sino sólo someternos a la voluntad de la Providencia, determinados aun a hacer lo mejor hasta el final...”, escribió Scott en carta póstuma. Debería saber contar mejor la resistencia y el coraje de esta gente que, en el fondo, lo tienen todo. Bueno, les cuesta hallar ya periódicos, que “van bien para encolar y prensar”. Periodistas de diarios de papel: otros inútiles… Abandoné el taller como Lawrence Oates, colega de Scott, lo hizo de la tienda para alejarse hasta morir congelado: “Salgo afuera, quizá por algún tiempo”.
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