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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Treinta monedas de plata

Si algo tienen en común quienes comparten una idea excluyente de la identidad es la facilidad de señalar como traidores a quienes se salen de los límites por ellos marcados

Hay algo en el lado oscuro que nos atrae fatalmente. Nos fascinan los personajes de ficción que traspasan la línea, se desentienden de los códigos morales compartidos, actúan con inteligencia preñada de maldad y acaban saliéndose con la suya. O caen en el intento, pero con la grandeza que corresponde a la desmesura de su apuesta por el mal.

Del predicador interpretado por el gran Robert Mitchum en la imprescindible La noche del cazador hasta el inquietante Heisenberg, no el físico, sino el Walter White, químico y traficante de metanfetamina, de la irrepetible Breaking Bad, la literatura, el cine y ahora las grandes series de televisión están llenas de villanos de todo pelaje que no solo son el eje de las obras que interpretan sino que se llevan de calle, por delante de los buenos, el aplauso de los espectadores.

Esta atracción por el filo salvaje tiene, sin embargo, un límite que no se acostumbra franquear. No solemos aprobar la traición. Se puede ser malvado, pero hay que atenerse a un cierto código que no puede romperse sin riesgo de perder el favor del público. Roma no paga traidores. No es casual que, en la tradición cristiana, la mayor villanía se corresponda con Judas y sus treinta monedas de plata. Dos milenios más tarde, ni su arrepentimiento final, con la soga ya al cuello, ha servido para rehabilitarle.

Los generales españoles que se sublevaron en 1936 dirigieron una matanza sistemática de compatriotas y por ello serán recordados. Pero su carrera delictiva empezó no con un crimen, sino con una traición: al juramento de lealtad a la República y a su gobierno constitucional y democrático. Lo peor fue, claro, está, los muertos que provocaron a mansalva, aunque, sin el previo acto de traición, ni una sola muerte se hubiera producido.

La historia, es bien conocido, está llena de ejemplos de traidores abominables. El último: los dirigentes de la Unión Europea abandonando los principios humanistas y democráticos que teóricamente la conforman para sumir en la desesperación a millones de personas en el sur de Europa y para cerrar sus puertas a quienes llegan hasta ellas huyendo de la muerte y la miseria.

Hay, sin embargo, un tipo de traidor que me despierta las mayores simpatías: el falso culpable, alguien a quien se coloca esa etiqueta sin haber hecho nada para merecerla. Tras nuestra guerra civil, Francia y muchos países latinoamericanos se llenaron de traidores de ese tipo. Personas honorables en su mayor parte, fieles a sus convicciones políticas y a sus principios éticos, amantes de su país y de la gente que lo habitaba, depositarias de una cultura librepensadora y humanista, y que tuvieron que dejarlo todo atrás para salvar su vida, acusadas de traición por quienes las perseguían y expoliaban, traidores, ellos sí, sin remedio.

Si algo tienen en común quienes comparten una idea excluyente de la identidad (la que sea) es la facilidad con la que señalan como traidores a quienes se salen de los límites por ellos marcados. Y la saña con que los acosan, persiguen y, llegado el caso y en las condiciones propicias para ello, exterminan. Sobran los ejemplos en el torturado siglo XX. En sus formulaciones más extremas, parecían cosas del pasado, al menos en Europa; pero hete aquí que un ministro croata acaba de ser forzado a dimitir de su cargo por pretender hacer, literalmente, un registro de traidores a la nación.

Afortunadamente, ahora las alarmas saltan a tiempo y parecen funcionar. Bueno, no en todas partes. El tdt party español no se cansa de señalar, insultar y amenazar a millones de traidores, partidarios de líderes con coleta y sensibles a la plurinacionalidad, sin que la fiscalía se inmute, mientras persigue a peligrosísimos titiriteros, traidores, según parece, a no sé cuántas cosas.

Por aquí, el pressingCUP ha demostrado lo fácil que es convertirse en botifler o agente del CNI, incluso militando en una organización independentista. En 2010, un afamado actor dijo en una entrevista (traduzco del catalán): “Cuando se dé la vuelta a la tortilla, quien no sea independentista será un traidor. Eso es así de simple y eso pasará”. No tenía ningún cargo del que dimitir, es verdad, pero, en cinco años, nadie ha considerado que esas declaraciones mereciesen una rectificación. Así están las cosas, allí y aquí. Vamos avisados.

Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

Si algo tienen en común quienes comparten una idea excluyente de la identidad (la que sea) es la facilidad con la que señalan como traidores a quienes se salen de los límites por ellos marcados

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