La palabra viva de José María Valverde
A los veinte años de su muerte, la obra literaria, filosófica y política del profesor sigue iluminando el camino en estos tiempos ominosos de cinismo y necedad
José María Valverde falleció hará muy pronto veinte años, el próximo 6 de junio, tal como algunos de sus incontables discípulos, epígonos y exalumnos recordararemos, conscientes de cuán justo y necesario es avivar la memoria compartida acerca del excepcional legado oral, escrito y ético que nos dejó, por más que quienes malentienden la cultura como cooltura —y la educación, como burda instrucción— insistan en ignorarlo. Tamaña inopia amenaza con relegar al olvido la herencia de un poeta, profesor, traductor y erudito que concibió su inveterado humanismo como una lucha en pos de la siempre elusiva sabiduría, a través de sus palabras y de su ejemplo. Un agon basado en la duda y la ironía —“Yo solo me conozco de oídas”, repetía a menudo—, pero también en un sentido de la solidaridad y la compasión — “Nulla esthetica sine ethica”— sin duda inspirado en el “por sus frutos los conoceréis” del evangelista Mateo.
Maestro de varias generaciones, Valverde fue un profesor extraordinario, una suerte de Sócrates cristiano cuyas palabras siguen vivas todavía hoy, ya que vivas le nacían al pronunciarlas, al maragalliano modo. Quienes tuvimos el privilegio de escucharle podemos evocarlo según entraba discretamente en el seminario: enteco y como de soslayo, justo antes de romper a hablar con ritmo despacioso, mano sobre mano, su voz levemente nasal poblando el aula sin pompa ni circunstancia. Comenzaban dos, tres horas impagables —un lapso precioso rescatado de la vulgaridad del tiempo indistinto—, y los presentes nos dejábamos llevar por la desafectada, cordial sugestión del auto de voces que orquestaba. Ya sólo valía la pena escuchar.
La vivificante oralidad de Valverde escandía semillas en nuestros oídos. Se los prestábamos sin tedio ni esfuerzo, poco a poco empapados por el habla desnuda de aquel “humano, demasiado humano” sembrador. Una voz cadenciosa, acompasada por el tempo preciso para poner en cada sílaba el tono y la intención adecuados, como una salmodia improvisada por un narrador sabio y sencillo al tiempo, cuyo pensamiento —transido de conciencia lingüística— iba engarzándose al irse diciendo.
Con peripatético estilo —ese que el actual imperio del power point proscribe—, el maestro nos paseaba con palabras alrededor de las palabras, mientras alumbraba las hondonadas de la literatura, la filosofía y el arte, y nos hacía caer en la cuenta del verdadero sentido de las verbalizaciones que tejen los mundos humanos. Volvía del revés el rompecabezas filosófico, con un compasivo humor, con un comprensivo amor por las paradojas, los sinsentidos y los juegos malabares que el lenguaje auspicia. No hacía falta tomar apuntes: bastaba escucharle con despierta atención, asistir al sorprendente teatrillo manejado por un hombre solo, sólo armado con su voz. Escanciadas debidamente, con elocuente sentido y sonido, aquellas lecciones de machadiana estirpe —Juan de Mairena era uno de sus libros de cabecera— resuenan en el fuero interno, todavía indemnes al pasar de los años.
Una vida entera dedicada a las ideas y a su expresión literaria — “palabra en el tiempo”—, Valverde perteneció a una especie en vías de extinción. Más allá de su oceánica erudición y de su fecunda labor como traductor, fue por encima de todo poeta y maestro. No un mero profesor empachado de papers, bibliografías, aplicativos e índices de impacto, sino un Mairena empeñado en transmitir de palabra —con las manos en los bolsillos— el acervo del conocimiento al que las personas podemos aspirar, y la colosal ignorancia que aun así nos aguarda. Un hombre que tampoco hallaba manera alguna de sumar individuos, como el heterónimo machadiano, y cuyo comunismo de raíces cristianas —matizado por Nietzsche, Unamuno, Rilke y Kierkegaard— fue acentuándose con los años: “Un hombre de todos los tiempos, con el tiempo de un hombre, igual a todos los hombres”.
A José María Valverde hay que empadronarlo en un municipio intelectual y moral donde las tradiciones cristiana, humanista y comunista conviven en problemático aunque imprescindible diálogo. Por ahí, más o menos, anduvieron también otros pares o interlocures suyos: el citado Machado, Ferrater, Camus, Cortázar, Sacristán, Aranguren. Fue precisamente el rebelde Camus quien escribió en algún lugar que, en último extremo, la auténtica inteligencia es sinónimo de bondad. Se me viene esto a las mientes para decir que, en efecto, Valverde fue hombre sumamente bueno, a fuer de sabio. En los tiempos ominosos que corren, enfermos de cinismo y necedad, su triple pasión literaria, filosófica y política, de honda matriz ética, sigue alumbránonos el camino.
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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