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Café de Madrid
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El entierro de la sardina

En Madrid hubo tiempos en que nadie se perdía el cortejo fúnebre

Hace un siglo escribía Alfonso Reyes que “en la boca hueca de la máscara ríe el carnaval, rito higiénico de los desahogos” y, como paréntesis a toda ley social se fincaba una tradición de desenfreno, gulas y otros excesos como preámbulo para soportar la inevitable llegada de la Cuaresma.

Hoy en día, parecería que la carcajada de todas las máscaras prolongan el baile carnavalesco sin que necesariamente sea ni desahogo ni preámbulo de serenas reflexiones. Sin embargo, quedan aún muchos madrileños que recuerdan precisamente de qué se trata el llamado Entierro de la Sardina, esa fiesta que mal traducida entre galeses podría interpretarse como el reciclaje más raro de una tapa o el simbolismo irracional de fertilizar la tierra con pescados. Desde luego que lo saben en Murcia y en otros puntos de la geografía española, pero en Madrid hubo tiempos en que nadie se perdía el cortejo fúnebre de la Sardina a enterrarse como sinónimo de miércoles de ceniza, recordatorio del polvo que todos hemos de echar (así sea convertidos ya en polvo) y metáfora de esa frase de la alquimia que dicta Solve et coagula; es decir, disuelve el pretérito y supera ya todo lo pasado para poder así coagular un mejor mañana.

Se diluye el carnaval y para despedirlo —ayer como hoy— cabe la descripción de Alfonso Reyes, pues la Sardina de estas Cenizas bien puede ser no más que un “figurón que no se sabe si es hombre o bulto en harapos. Síguenle unos muchachos pintarrajeados que se han improvisado disfraces con los tesoros del basurero. Las chulitas llevan trajes de hombres: torturado el seno en la camisa viril, andan con unos pasos equívocos, desequilibrados por el tacón alto, y en los tubos de los pantalones casi desaparecen sus piececitos de empeine respingado. Bajo la gorra asoman las bolsas del cabello; tras el antifaz, os espían unos pecadores ojuelos…” y los políticos se enredan en carcajadas, los progresistas fardan esmoquin, los mendigos se disfrazan de mendigos y Madrid confirma que “si la fuerza de las razas se mide por su resistencia a la alegría… ¡Oh España! ¡Oh España” que en Madrid subsiste esa misma vitalidad inquebrantable, al paso de todos los disfraces y monigotes, al filo de los próximos cuarenta o sin-cuenta días de ayunos y en vilos variados que habrá que conquistar como quien entierra una sardina en el discreto caldero que saboreamos todos los días para soñar con mejores amaneceres.

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