Acepto controversia
Era un gorrión que pegaba la gorra; es decir, un gorrón profesional que se buscaba el bocado diario y, si podía, alguna buena copa de hierbas


En un ayer que ya ni parece recuerdo llegué a Madrid con 25 años de edad, una máquina de escribir y una maleta llena de cuentos que poco ayudaron para intentar doctorarme como historiador en la Universidad Complutense. Hace treinta años, la Villa y Corte aún no cerraba los tramos de la línea Circular del Metro, empezaban a proliferar los cajeros automáticos y era ciudad de bombonas anaranjadas de butano, teléfonos en los cafés con contadores como máquinas de taxi y muchas pensiones de baño compartido. El mundo transitaba por todas las calles, mientras la vida se pasaba en cafés: sobre mesas de lápida, con un café que alcanzaba para pasar las horas y el empeño en párrafos escritos a mano en libretas de tapa blanda y cantos morados. A deshoras, esa prosa se pasaba en limpio con el ruidero entrañable de la máquina, “la Olivetti portátil que yo quería, una máquina como una pluma”, dice Francisco Umbral en La noche que llegué al Café Gijón.
Había entonces un pájaro anónimo que se aparecía entre las mesas del Café Comercial, a veces en el propio Gijón e incluso en el de Oriente (donde volaba un pajarito llamado Benito, que sacaba migajas para comérselas en el Palacio de enfrente). El hombre vestía un traje raído que años antes quizá había sido de ese raro color que llaman ala de mosca y aunque su camisa mostraba el lustre de sus pocas lavadas, mantenía la dignidad como un eco sobre su esquelética figura: era un hombre de mediana edad, con el pelo recién peinado con agua del lavabo o fuente pública, los zapatos amontillados como pantuflos y las manos de Quijote. Era un gorrión que pegaba la gorra; es decir, un gorrón profesional que se buscaba el bocado diario y, si podía, alguna buena copa de hierbas no con la dolorosa súplica de una limosna sino con la ingeniosa declaración de “Acepto controversia” con la que se acercaba a las mesas.
Llevaba la contra sobre cualquier tema. Ensalzaba o denostaba a Manolete, aplaudía o se quejaba del Real Madrid, del gobierno de Felipe o de Heráclito y Parménides, pero aprovechaba la improvisada tertulia para pedir su coñac, algún bocadillo cuando se podía y de paso, el infaltable café con leche como gasolina para su día. Si uno aceptaba su oferta y lo sentaba a la mesa diciéndole, por ejemplo: “Ya no se oyen piropos en la calle”, improvisaba una recitación sin fin de elogios y greguerías, mientras pedía boquerones o palmeras.
Quién sabe cuál era la biografía de su pasado, pero el hombre de la controversia de sobremesa se volvió inolvidable, sobre todo ahora que su ejemplo se ha esfumado en estos tiempos en que tantas voces de todos lados olvidan el arte de la discusión de ideas en sus afanes de negociación política o personal.
blogs.elpais.com/café-de-madrid/
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