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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Presidentes numerados

¿Hay que ir a buscar las esencias nacionales hace 130 presidentes? ¿Por qué no contar desde que las perversas y afrancesadas luces de la razón permitieron las urnas?

Francesc Valls

La tradición tal vez no nos convenga. Miquel Puig —no el simpático economista que el 20-D iba en las listas de Democràcia i Llibertat, sino el 57 presidente de la Generalitat— fue abad de Santa Maria de Serrateix y obispo de Elna, de Urgell y de Lleida. Además ocupó el cargo de inquisidor de Cataluña. Nuestro Puig presidente asistió, en calidad de teólogo y junto a otros 10 colegas, al Concilio de Trento. ¿Recuerdan aquello de “martillo de herejes y luz de Trento” que el nacional-catolicismo español entronizó como antídoto a la “falsa reforma protestante”? Pues bien, ese concilio reafirmó la necesidad de la conjunción de la fe y las obras, a las que con el concurso de la gracia divina se llega a la salvación. Claro que el objetivo de tanto fundamento teológico no era otro que hundir al bueno de Lutero, con efectos colaterales letales sobre Erasmo de Rotterdam.

A la vista del currículum del inquisidor Puig, ¿se puede proclamar a Carles Puigdemont el 130 heredero de esa línea presidencial de la Generalitat? Previamente sería recomendable una poda a fondo y, al fin, no parece lo más recomendable. En la era del sufragio universal y la libertad de conciencia, resulta muy difícil seguir sumando churras, merinas —valga la metáfora ganadera castellana— para acabar atribuyendo la culpa al hereje. Pero acuciados por la urgencia de construir un relato nacional —solvente en su planteamiento y de profundas raíces históricas— nadie se detiene en pequeños detalles. No es necesario separar el grano de la paja, aunque se acabe en el reduccionismo de dibujar la superioridad de una colectividad buena amenazada por el enemigo exterior. Y aquí vienen a colación, para seguir en el siempre sugerente mundo eclesiástico de Puig, las palabras del obispo Torras i Bages, uno de los padres del pensamiento nacionalista catalán, quien aseguraba que este país —Cataluña— estaba lleno de “patriotas puros hasta ser invadido por la bastarda revolución francesa”.

En los días anteriores a lograr el pacto de investidura con la CUP hubo dirigentes de Convergència que abundaron en esa línea: la de presentar al nacionalismo —al independentismo en este caso— como algo anterior y superior a la ideología. Es decir, extrajeron el nacionalismo del cesto de lo construido por los hombres, como si se tratara —tal como aseguraba Renan— de un principio espiritual. Eso explicaría las declaraciones de Artur Mas a TV3 cuando era todavía candidato a repetir presidencia. En ellas afirmó que la CUP ponía la ideología por encima de la independencia al negarse a investirlo.

Era como si Mas rescatara una vieja querencia convergente: la identificación/comunión de partido y pueblo. Se trata de un Guadiana nacionalista, pues ya en 1905, Prat de la Riba, en carta dirigida a Joan Maragall, afirmaba: “No somos un partido político [se refería a la Liga Regionalista], somos un pueblo que renace”. Prat, que nunca había sido entusiasta del sufragio universal, llevaba el agua a su molino no solo político sino social al afirmar el bien superior del nacionalismo y asegurar que “la religión catalanista tiene por Dios la patria y, a los ojos de esa divinidad, tiene igual valor la limosna deslumbradora del potentado que la humilde del obrero (…)”.

Prat, que nunca había sido entusiasta del sufragio universal, llevaba el agua a su molino no solo político sino social al afirmar el bien superior del nacionalismo

Visto el pasado, es mejor pensar que en el siglo XXI, el mismo en el que se celebra un referéndum sobre la independencia de Escocia, no debe abonarse desde cierto nacionalismo la creencia de la superioridad moral. De otra manera, y volviendo a los clásicos, acabaríamos dando por buena que “la infusión de gracia divina se hizo en una raza fuerte, cuerda y activa”, como sostenía Torras i Bages. Porque Cataluña “no se componía de opresores y oprimidos en lo que corresponde a la política, sino que incluso en la distribución de la riqueza había un equilibrio, desconocido en los demás países, que se acercaba a aquella voluntaria y maravillosa aequalitas social”, proseguía el prelado de Vic.

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Recapitulando, de los 130 presidentes de la Generalitat, más de un centenar han sido eclesiásticos. Quedan fuera de esa dignidad: Francesc Macià, Lluís Companys, Josep Irla, Josep Tarradellas, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla y Artur Mas. ¿Por qué no empezar a contar desde que las perversas y afrancesadas luces de la razón permitieron que la voluntad popular se expresara a través de las urnas? Carles Puigdemont por tanto sería, que no es poco, el noveno presidente de la Generalitat. Eso sí, de la era democrática.

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