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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ciudadano transparente

Inmersos en la autocomplacencia, nos jactamos de tener una gran ley de Transparencia y de diseñar una Hacienda “colaborativa”

Francesc Valls

En diciembre del año pasado, el Parlament aprobó la ley catalana de Transparencia. El texto obtuvo luz verde de todos los grupos excepto Ciutadans, Iniciativa y la CUP. La propaganda oficial la puso de ejemplo de cómo Cataluña era capaz de dar otra pequeña lección más allá del Ebro. La Administración catalana, la nostra, pretendía colocarse así entre las más prístinas de esa Europa con la que soñamos en parecernos el día que la independencia se encarne entre nosotros. En ese trayecto, nos jactamos de estar en vanguardia: hemos inventado la agencia tributaria “colaborativa”, no coercitiva, que generará tan buen rollo entre administrador y administrado que los ciudadanos se agolparán ante las ventanillas para ser los primeros en pagar impuestos. Todo son ejemplos de lo bien que hacemos las cosas en este pequeño país. Es paradójico que quienes apuntalan ese discurso autocomplaciente sean capaces de pontificar sobre las miserias que se esconden tras la pretendida superioridad moral de la izquierda.

Treinta años después de construir una Administración autonómica tan ineficaz y napoleónica como la española, Cataluña asegura querer poner la bondad humana en el centro de su política. Según el discurso hegemónico del soberanismo, la nación catalana es un referente: somos un pueblo ejemplarmente solidario —la Marató de TV3—; pagaremos impuestos por simpatía —Agencia Tributaria Catalana—; gozamos de una Administración a la altura de nuestras expectativas —ley de Transparencia—. Por supuesto que todo ello se redondeará con el advenimiento de la independencia, que alejará la crisis y hará palidecer de envidia a las sociedades más prósperas de Europa.

La realidad muestra, sin embargo, la debilidad de este discurso. Nada se traduce en hechos cotidianos. Seguramente en el capítulo de pueblos elegidos por su solidaridad, el liderazgo catalán no estaría tan claro al lado de ciudadanos de Lesbos, Lampedusa o Alemania. El mercado —en cuanto a virtudes— está más competido de lo que se aprecia a vista de pájaro nacionalista. Lo de la Agencia Tributaria, mejor que quede para los anales de las ocurrencias de aquellos que hasta ayer solo veían un enemigo allí donde había un inspector de Hacienda. En fin, soprende que estas cosas puedan suceder en un país que ha tenido durante 23 años como presidente a un defraudador fiscal y como hegemónico a un partido con 15 sedes embargadas por el caso Palau y que ha cobrado, supuestamente, comisiones del 3% a costa de encarecer de la obra pública.

Con ese ambiente contaminado se llegó a aprobar una ley de Transparencia que en realidad y con datos en la mano sigue frenando el acceso de los ciudadanos a la información. La ley catalana es mejor que la española, para cumplir la máxima de que en el país de los ciegos el tuerto es el rey.

En cualquier caso, el funcionamiento del texto aprobado por el Parlament no está a la altura de la civilizada Europa. Por ejemplo, a petición de este diario —tal como se publicó hace unos días—, la Agencia de Salud Pública de Barcelona se negó a facilitar la relación de restaurantes con problemas de higiene, porque “podría interferir en la investigación de las infracciones administrativas que se puedan derivar”. En el Reino Unido, ese país que tanto gusta cuando hace referendos, se considera de interés público que los ciudadanos accedan directamente a la calificación que la inspección sanitaria da a los restaurantes.

Esa misma ley catalana no obliga a los partidos a hacer público de dónde proceden las donaciones económicas que reciben sus fundaciones. El olvido en el texto se ha convertido en los últimos años en una suerte de estructura de Estado a través de la cual alguna formación política ha obtenido financiación.

Y por último permitan una experiencia directa. El autor de estas líneas solicitó en calidad de subdirector de este diario información sobre contratos suscritos entre TV3 y productoras privadas entre 2013 y 2015. La respuesta fue que hacer públicos tales datos podía afectar a “derechos o intereses de terceros”. Sin embargo, las productoras fueron informadas por escrito de la identidad del peticionario —con nombre y dos apellidos— y su responsabilidad redaccional. La Administración continua siendo bastante opaca, pero es infalible a la hora de convertir en transparentes a quienes solicitan información.

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