Xosé Chao Rego, el amigo rebelde de Rouco Varela
El escritor más prolífico en lengua gallega, cura secularizado apegado al pueblo y a las causas justas, murió el sábado pasado en Santiago a los 83 años
“Si alguna vez me ves de obispo, escúpeme”, solía decirle a la gente Xosé Chao Rego (Vilalba, 1932-Santiago, 2015) durante aquellos 17 años en que ejerció de párroco en un Ferrol obrero y llegó a estar preso por alinearse con el proletariado. En pleno franquismo, el cura de familia con posibles que pudo pagarle estudios teológicos en Salamanca, Roma o Alemania, defendía que los cargos de la Iglesia fuesen elegidos por el pueblo, y trataba de mantenerse lejos de las instituciones. Rouco Varela, vilalbés cuatro años más joven, fue en tiempos su gran amigo. Pero Chao contaba que la insaciable sed de poder del que llegó a la cúspide de la Iglesia española abrió una brecha insalvable entre ambos.
Por el contrario, él sucumbió a los impulsos de su corazón fraterno y solidario: “Siempre desprecié el dinero, los honores, el cinismo, pero nunca renunciaría a los seres queridos”, confesaba en las entrevistas, “padezco de ternura y necesito que me quieran”. Y en ese afán, un día, Chao dejó los hábitos y se entregó a la defensa de todas aquellas causas que consideraba justas convertido, según ha recordado la Mesa pola Normalización Lingüística estos días, en el escritor más prolífico en lengua gallega, con obras fundamentales como O demo meridiano (‘El demonio meridiano’) o Eu renazo galego (‘Yo renazco gallego’).
Algunos solo lo conocen ahora por ser tío del cantante Manu Chao, y hermano del periodista afincado en Francia Ramón Chao. Pero la huella social de Pepe Chao, que en los últimos tiempos ni podía andar, es ancha y profunda. Fuera de la Iglesia, como restaurador de la identidad gallega desde la ética y el compromiso; dentro de ella, como misionero transgresor y genuino de una fe cimentada en el pueblo, no en la curia. Había dos palabras, nombres a la vez de dos revistas cristianas, que le gustaban para definir el punto de inflexión en el que necesariamente, defendía, se encontraban tanto la Iglesia Católica como Galicia. Eran “encrucijada” e “Irimia”. Irimia es el impresionante pedregal del municipio lucense de Meira donde nace el río Miño, símbolo de la comunidad autónoma en la franja azul de su bandera.
Después de viajar por el mundo, se declaraba dispuesto a hundirse en su tierra y morir por ella. Rechazaba la connotación despectiva del término “región” que se utiliza para despreciar la periferia, porque para él todo era regional, desde la propia casa con relación a una aldea hasta el planeta Tierra respecto del Universo. Chao decía que en el reparto de papeles de las diferentes nacionalidades históricas de España, Castilla, “escogida por el Estado para representar, artificialmente, la nación española”, tampoco había salido ganando: “El regalo histórico de unos Reyes Magos llamados Católicos se convirtió para ellos mismos [los castellanos], con el tiempo, en carbón”.
Enemigo de la pompa, empezó no cobrando por los entierros, y fue uno de los primeros sacerdotes en decir misa de espaldas al altar, mirando a los fieles. Creía que los templos tenían que ser redondos y uterinos, participativos, porque los parroquianos, y no el cura, debían ser protagonistas. Levantó ampollas en la cúpula con sus ensayos rebeldes a las leyes eclesiásticas, varios de ellos dedicados a la homosexualidad o el celibato opcional. Decía hace ya varias décadas que el Vaticano no podía revolverse más contra el aborto que contra el capitalismo voraz, la pena de muerte o la guerra.
Su parroquia, la iglesia nueva de Santa Mariña do Vilar en Ferrol, que fue perdiendo su cuerpo carcomida por la aluminosis, perdió primero el aliento cuando él marchó, en 1973, para secularizarse. Entonces y después, mientras ejercía como profesor, al principio en Vilalba, después en Compostela, Chao estuvo en los orígenes de varias publicaciones y movimientos por la renovación de la Iglesia. El sábado 28 de noviembre, murió sin perder esa fe que le daba “alas”, abandonado hace tiempo su “sueño de santidad”, pero alcanzado con todas las consecuencias su propósito de “vivir humanamente”.
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