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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gente de Almudena

Ahí están, los personajes de la nueva novela de Almudena Grandes, perplejos, preguntándose por qué de repente vuelven a ser pobres y por qué se sienten tan heridos y tan fracasados

Milagros Pérez Oliva

Cuando terminó de escribir El corazón helado, Almudena Grandes me confesó en una entrevista que había quedado exhausta. Tras cinco años de minuciosa preparación, le salió una novela monumental, un relato torrencial, inmenso, con idas y venidas de la Guerra Civil al presente, del presente al exilio y la posguerra. Aquel esfuerzo de inmersión ha resultado ser un gran filón que ha inspirado ya tres novelas más, todas con el mismo fondo: la memoria de la Guerra Civil y la posguera, o mejor, el impacto que esa memoria tiene sobre todos nosotros. Pero cuando iba por la tercera parte de la cuarta novela de la saga, Almudena sintió una urgencia, una necesidad irreprimible: tenía que hablar del rabioso presente. Tenía que dar voz a los aplastados por la crisis porque, tal como ella la ve, la crisis es una guerra que vuelven a perder los mismos de siempre. Así surgió Los besos en el pan, un año en la vida de un barrio popular de Madrid, un relato coral de gente que tiene en común la lucha por sobrevivir, cada uno como puede, en esta guerra no declarada.

No es fácil hablar siempre en presente de indicativo y tampoco lo es condensar en las vivencias y peripecias de unos personajes corrientes, héroes anónimos de batallas que nadie mencionará en la posteridad, la complejidad de una realidad tan cruda y cambiante. Y sin embargo, ahí está, la que podríamos denominar como la gente de Almudena, perplejos, preguntándose por qué de repente vuelven a ser pobres y por qué, a diferencia de sus padres o sus abuelos, que heredaron la pobreza pero también la dignidad, ellos se sienten heridos, fracasados. “Antes la pobreza no era humillante, ahora sí”, me dice Almudena.

En realidad, la dignidad no se pierde cuando se pierde el empleo, cuando se agotan las prestaciones o cuando el salario cae tanto que no llega para cubrir las necesidades más elementales. Se pierde cuando no se sabe por qué ocurre ni qué se puede hacer por evitarlo. Cuando los perdedores, además de vencidos, se sienten culpables. A diferencia de sus abuelos, que sabían muy bien a qué clase pertenecían, ellos no tienen ni autoestima social ni identidad colectiva. Ellos no saben a qué pertenecen en realidad. La clase obrera ya no existe. Tampoco está claro quiénes son sus enemigos. Les caen los desahucios, pierden las becas, se quedan sin trabajo sin ver el rostro de quienes lo deciden. Pasar del proletariado al precariado significa algo más que bajar varios peldaños en la escala del bienestar. Significa perder la seguridad básica frente a las contingencias de la vida. Perder la esperanza.

Con trabajo intermitente, viviendo a salto de mata, pocos lazos se pueden establecer, y menos el tipo de lazos que se necesitan para organizar la autodefensa colectiva. En la guerra que Almudena describe en su novela, solo el barrio les da pertenencia. Lo que les cohesiona al final es la materialidad del suelo que pisan y los afanes y anhelos que sobre él comparten con los que están a su lado. Incluso cuando están tan solos como ese hombre y esa mujer que se conforman con mirarse sin decir palabra, un día tras otro, en el café del metro en el que fugazmente coinciden cada mañana. Al final, acabará siendo la amenaza que pende sobre su centro de salud el que les reunirá a todos en una marea blanca que dará un nuevo sentido a sus vidas.

Almudena les muestra con toda la ternura de que es capaz, que es mucha. Y les acompaña en sus incertidumbres, en sus sentimientos de rabia y frustración y en sus estrategias para afrontar la realidad, como esa abuela —ay, esas heroicas abuelas españolas— que coloca el árbol de Navidad en septiembre para animar a los suyos. Pequeños gestos, grandes resistencias. Porque en último término, de lo que habla la novela de Almudena es de eso que los filósofos del 15-M denominan resistencias. Que en una primera fase consiste en decir no, parapetarse y luchar, no ya para remontar, sino para no seguir cayendo.

Le dije a Almudena que es una madraza y que se le nota mucho el cuidado, porque en el barrio de su novela apenas hay villanos. Bueno, sí, alguno aparece, como de pasada, pero más que malvados son pobres desgraciados acogotados por el miedo a perder lo poco que les queda. “Es que los malvados de verdad no están en esos barrios. Son pocos y viven en otro lugar, todos juntos y bien protegidos”, me dice. Claro. Los de arriba y los de abajo. Los de arriba cada vez menos y más ricos. Los de abajo, cada vez más y más pobres. Así son las cosas. Lo dicen Piketty, Krugman y Stiglitz con números. Lo dice Almudena con palabras, a través de unos personajes creados con todo el amor y toda la intención, trasuntos de otros muy vivos y muy reales.

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