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Otra humanidad es posible

El CCCB vincula en una exposición arte y ciencia a través de robótica, inteligencia artificial y biotecnología

La obra 'Embryo III', ilustracción en 3D de Steve Barrett, una de las imágenes de la exposición del CCCB.
La obra 'Embryo III', ilustracción en 3D de Steve Barrett, una de las imágenes de la exposición del CCCB.

Uncanny valley, el valle inquietante, es la definición de la sensación de malestar que experimentan los humanos cuando la tecnología asume apariencias antropomórficas, demasiado parecidas a la realidad. Esta sensación es la que persigue la pared de ojos robóticos incorpóreos de Louis-Philippe Demers, que siguen el visitante, apuntando a la importancia del movimiento ocular en el diálogo no verbal entre humanos y máquinas. La obra forma parte de +Humanos. El futuro de nuestra especie, una exposición producida por la Science Gallery de Dublín que despliega en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) una panorámica de las principales investigaciones contemporáneas en el campo de la robótica, inteligencia artificial, biotecnológica y prótesis, todos recursos que aumentan las posibilidades del ser humano.

“El futuro no es un sitio, es un viaje y hay muchos caminos que se pueden recorrer”, afirma la comisaria del proyecto, la artista e investigadora Cathrine Kramer, conocida por The Center for Genomic Gastronomy, un proyecto que investiga el uso de las biotecnologías en el campo de la alimentación. Para +Humanos, Kramer ha elegido medio centenar de proyectos que parecen seguir el hilo conductor de la uncanny valley, por el desasosiego que en su gran mayoría provocan y los interrogantes que plantean. Un ejemplo es la Máquina orgasmática de Julijonas Urbonas, que expone los amantes a una gran fuerza gravitatoria de modo que la súbita pérdida de oxígeno en el cerebro potencia el placer. Lo inquietante es que Urbonas utiliza la misma tecnología en Montaña rusa eutanásica, diseñada según el artista “para quitar la vida con humanidad y una última alegría”.

No todas son angustiosas. También hay proyectos más amables como el Casco desacelerador de Lorenz Potthast, que permite al usuario percibir el mundo a cámara lenta o la Máquina Avatar de Marc Owens, un dispositivo portátil que convierte la realidad en un simulacro de videojuego con el objetivo de cambiar los códigos que rigen las relaciones entre los espacios físicos y virtuales. Repartida en cuatro secciones, la muestra arranca con un ámbito dedicado a las capacidades aumentadas, que abarca desde un ejemplo de prótesis del siglo XIX hasta un laboratorio DIY (do it yourself, hazlo tu mismo) para fabricar en casa nuestros propios recambios corporales con impresoras 3D, pasando por las piernas de guepardo que permitieron a Aimee Mullins participar tanto en las Olimpiadas de Atlanta como en los desfiles del diseñador Alexander McQueen. “No se trata de discapacidades, sino de capacidades distintas. Los valores cambian. Si en el siglo XX el paradigma era más fuerte, más rápido y mejor, puede que en el siglo XXI sea más feliz y más saludable”, apunta Kramer.

Junto a robots desobedientes y retratos realizados bajo el efecto de diferentes drogas, no podía faltar el único cyborg legalmente considerado como tal, Neil Harbisson, que ha convertido su incapacidad de ver los colores en un proyecto artístico, haciéndose injertar quirúrgicamente un sensor que transforma los colores en música. También hay proyectos de corte más político como los de Matt Kenyon, que presenta el Tardigotchi, un tamagotchi con un microorganismo vivo en su interior, que abre el debate sobre nuestro uso de las demás especies vivas y un dispositivo portátil vinculado a las fuentes de noticias que genera dolor físico en su usuario cada vez que hay una baja en Medio Oriente. Lastima que, como muchos de los proyectos, no se pueden experimentar. La muestra, abierta hasta el 10 de abril, se completa con un intenso programa de actividades, que quizás activarán algunas de las obras paradójicamente encerradas en vitrinas de cristal.

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