Carmen Laffón, una nube ( y ‘raors’) en Mallorca
En el cielo flota una parra, una escultura suspendida, una idea, un mantón vegetal
Una pintora capta momentos del paisaje, de personas y objetos con lentitud y austeridad de color, indaga para posar la luz con calma seductora. Una artista señera, Carmen Laffón, vivaz y explícita, habita en sus obras, ante el mar y el río en la Jara, al lado de Doñana, y en Sevilla, donde nació durante la República. Comenta que no desea cortar el ritmo y la dedicación a su trabajo pendiente, siempre de día, porque no pinta con luz artificial que distrae las sensaciones naturales que expresan las cosas; de noche usa el lápiz y el carboncillo en dibujos de realidad, apuntes entre la miniatura a la lámina.
Plasma retratos, esculturas, testas, objetos y una célebre cuna infantil, a la que siempre busca retornar para precisar sus gestos en el camino de la perfección. En una comida de encuentro con bocados de extrema proximidad, con arròs brut con liebres y perdices y raors, un pescado mito insular, está también otra artista puntera, la vanguardista escultora del aire Blanca Muñoz. Dos autoras, otras generaciones.
Para no distraerse ni media hora en su cometido, un sábado de septiembre, en Mallorca, Carmen Laffón declina la invitación del anfitrión para acercarse a ver caer el sol en el mar, ante la isla de Cabrera. A un kilómetro de donde está creando, el amo de la luz y los días enciende con brasas el paisaje, pinta marinas entre calimas del ocaso.
En el cielo de la isla flota una parra, una nube hermosa, una situación que sorprende y da sombra. Carmen Laffón deja suspendida una escultura, una idea, un mantón vegetal en un espacio abierto. No desea repetir o imitar meramente una vieja plantación doméstica. La elección del enclave concreta un manifiesto, un paisaje sobre el paisaje.
Organiza su gramática plástica desde el complejo lenguaje de la sencillez. Para las horas y recrea lo cotidiano. Ama a Duchamp, a Picasso, evoca a Turner en las distancias. Estuvo en Palma años atrás para ver a Morandi en la fundación Juan March.En el museo quizás más interesante de la ciudad, hay un gran Laffón, una escenografía pálida, una perspectiva urbana entre neblina de casas y tejados de Sanlúcar de Barrameda (1975), que el visitante se lleva, en un póster, y así repite la escena en muchas paredes con la paz vibrante que refleja.
En esa parra de Mallorca, ramas de bronce y hojas perennes, metálicas, verdosas; los tallos, sarmientos y los troncos son de fundición. Laffón duda, mira e interviene para definir las mil vistas de cada centímetro de la instalación. En la tierra roja ha de arraigar esa expresión vitalista.
La Intervención, una escultura aérea, un follaje organizado, remirado y retocado, pieza a pieza, que mudará de tonos cada hora. A cielo abierto, bajo la cúpula enorme que rebota el gran azul que viene la mar grande cercana, el espacio no es secundario en este ejercicio de sutileza y austeridad expresiva.
La parra pérgola de Laffón es, además, una nube, un cúmulo de gestos, una balsa, otra isla sobre la isla. Esa iniciativa, un encargo de una coleccionista amiga y paisana de Sevilla, en su primer ensayo nació en una bóveda conventual o en el techo de grandes museos. Entonces ella llevó la vendimia al museo, una colección de espuertas con uva o vacías, en bronce.
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