‘Tup-tup-tup’, el mar tranquilo
Estos truenos mecánicos eran un código del silencio en el litoral aún humanizado
Era un tup-tup-tup, lento pero firme, seco y espaciado, casi cardíaco. Con cadencia, sonidos como disparos, vacíos, idénticos, en serie, decoraban, marcaban el ambiente portuario, entonces limpio de ruidos y prisas.
El hecho previsible, un instante musical, intransferible, privado, situó décadas de vida portuaria, marinera. Música de solista sin armonía que ocupó tiempos perdidos y la imaginación de generaciones de niños litorales.
Era un murmullo de explosiones de un motor de un solo pistón, un eco concreto, un chasquido de viento caliente, entre cañoncito y toque de tambor africano elegante, como un aviso.
Fijó la salida y la llegada de las barcas del bou, de pesca de arrastre. Los golpes mecánicos, apacibles, eran un código del silencio pretérito en el mar aún humanizado.
“Era mi nana, la compañía por un niño de es Puig de Sant Pere [antiguo barrio de pescadores tras la muralla de Palma]. Esperaba, escuchaba, y saltaba al muelle”, evoca Xisco Pol, que colecciona imágenes y documenta su memoria.
“Tup-tup-tup”, verbaliza Pol con la boca y llena de viento para recordar sus días del vou-veri-vou en un navegar imaginario, melancólico.
Los sonidos de los bous eran salvas sin pólvora, la voz de un motor primitivo, solitario, lento de semidiésel. La máquina de un solo pistón enorme en barcas que iban a vela, a parejas, para arrastrar la red —bou—, con cadenas y plomos para labrar el fondo marino y sacar los peces y especies enterrados.
Los arcaicos motores fueron un hito pionero, la revolución en la navegación pesquera tras siglos en los que la única fuerza era la de los brazos para remos o la ingobernable naturaleza, el viento en la vela.
El sonido de corazón de la máquina era el fruto de la presión y estallido del carburante pobre en un émbolo gigante con un volante enorme. El motor —de cabeza caliente— se ponía en marcha con un mechero de mecha de lana, prendiendo fuego con el flamete usado para chamuscar el cerdo en la matanza.
El motor no tenía marcha atrás y el maquinista debía casi parar el pistón, y la fuerza, a mano, girar el sentido de giro del volante de la máquina y así la hélice rodaba al revés. Titánico y peligroso.
En los muelles, casi a oscuras, el motor del bou comenzaba a respirar, casi agónico. Tomaba fuerza y giraba lento: unos primeros toc-toc, el aviso de la explosión en espasmo. Sobre la barca, con el sonido acompasado, se alzaban círculos, volutas perfectas de humo.
Las señales, los anillos negros, bailaban en el cielo. Salían rectas de la boca grande de la chimenea de la barca, en un tira de coronas ahumadas. El bramido del bou tenía sutileza.
Los sonidos y las señales fijaban instantes vacíos de la tarde; o se imaginaban en la oscuridad cerrada de la madrugada, en un desfile fijo de orden.
Las barcas iban y volvían entre el alba y la media tarde. El ritmo y la marcha amable de pescadores y marineros, para islómanos.
Ahora el mar insular no es un ámbito tranquilo casi nunca. Ni cuando está plano en calma, sin olas ni viento. Siempre pasa un camionero, lancha o llautot de motores gigantescos que braman y generan grandes oleajes, estropean el paisaje y el bienestar de los bañistas y, sobre todo, estorban, ponen en peligro a los navegantes tradicionales, pausados, menores que esas bestias.
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