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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tranvía y el deseo

Una calle y un itinerario de bus, merecen un respeto. Si hay que cambiarlo se cambia, pero que sea a favor de un beneficio tangible y, si puede ser, después de una consulta

El otro día hice una de esas cosas que sólo se pueden hacer en las tardes mansas de agosto. Me subí al bus número 7 a la altura del Parc del Poblenou, donde esa Diagonal de torres cuadrangulares se acerca al mar. La intención era ir hasta donde la Diagonal vuelve a deshacerse en torres solitarias: Barcelona de punta a punta. El trayecto es eterno, pero el verano limpia las calles y permite hacer sociología de urgencia. Quería evaluar la necesidad de la unión de los tranvías, sabiendo que el 7 no hace el recorrido exacto, pero casi.

La primera constatación es banal: los denostados centros comerciales tienen capacidad de atracción. Hay un ingreso notable de gente con sus bolsas rebosantes en la parada de Glòries. El segundo punto también es obvio: el viajero tiende al centro, así que uno de los nódulos de cambio de guardia —donde unos bajan y otros suben— es la intersección de Passeig de Gràcia con Diagonal. La tercera conclusión es interesante: la gente espera, en la Diagonal, el bus que mejor le conviene, no sube al primero que pasa. Quiere decir que hay inteligencia ciudadana en la gestión de los tránsitos: para cruzar la ciudad está el metro; el autobús, en cambio, es para trayectos cortos y, sobre todo, es para acercarse al destino aprovechando su capilaridad. Finalmente: hay una congestión de líneas en la Diagonal, con los buses en fila esperando turno, pero esto se soluciona racionalizando las líneas —lo está haciendo la nueva red— y diseminando las paradas para que todos puedan detenerse al mismo tiempo. Fin del experimento.

El tranvía tiene todas las ventajas del manual de la ecología urbana: es silencioso, no contamina, es de línea única —no compite— y lleva más gente. De aquí que los técnicos —y las asociaciones de vecinos, que defienden básicamente principios— lo proclamen como el mejor sistema para acarrear gente por la Diagonal. Reconozco que sería fácil instalar el tranvía en el carril lateral. ¡No será Barcelona la única ciudad incapaz de compaginar coches y tranvías por el mismo carril! Si también cabe el carril bici ya no lo sé, porque me parece que los tranvías son más gorditos. Pero seguimos en el terreno de la teoría. Hablemos mejor de la vida.

Uno de los elementos de la construcción urbana es el uso que la gente da a las cosas. Es un elemento lábil, hecho de deseos y de rutinas, y que se suele modificar en función de la oferta. La ciudad interactúa con su gente y debería andar con cuidado de no jugar un rol prepotente. Si hay un tranvía, la gente usará el tranvía; sobre todo si quitan el autobús. Incluso si eso obliga a coger un bus más allá para suplir el trayecto que falta hasta llegar a casa. ¿Hay que decir que el 15 (ahora H8) va a Les Corts y que el 34 se adentra por Sarrià? ¿Qué el 67 llega a Cornellà y el tranvía no? La gente protesta, masculla, se siente violentada, pero sube al tranvía y le dice a otra usuaria —son las mujeres las que hablan espontáneamente en el transporte—: “yo era del 34. Ahora esto es un lío, pero qué se le va a hacer”. Así se hacen las ciudades.

Lo que tenemos es un conflicto entre racionalidad e ideología. La ideología es muy importante, es el programa, es la identidad misma de quien manda. Pero la racionalidad induce al pacto con la realidad y con las prioridades. “Prioridad” es una palabra que precisamente estaba en el programa de Ada Colau. ¿Tanta falta nos hace el tranvía unificado? ¿Se ha hecho un estudio de los itinerarios reales? ¿De cómo llevar la gente a Sarrià, Les Corts y Cornellà cuando se bajen del tranvía?

En determinadas cosas el nuevo Ayuntamiento está forzando a la gente más allá de lo que sería necesario. Aun compartiendo el criterio y la necesidad de memoria —lo he escrito hasta cansarme— cambiar el nombre a decenas de calles obligaría a cientos de personas y comercios a gastarse los dineros modificando papeleo y webs. Sin preguntar. El presidente Menem —mala pieza política— cambió el nombre de mi calle en Buenos Aires de golpe y porrazo. Fue tal la sensación de una prepotencia infinita abatiéndose sobre mi infancia que jamás utilicé el nombre impuesto ni en los sobres de correo. Nombre que, por cierto, no tengo idea de a quién representaba. Una calle, un itinerario de bus, merecen un respeto. Si hay que cambiarlo se cambia, pero que sea a favor de un beneficio tangible y, si puede ser, después de una consulta.

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Patricia Gabancho es escritora.

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