Reflexiones de un paseante
No comparto la idea de los arquitectos Veiga y Barozzi de que hay zonas de Barcelona tan invadidas por el turismo que son irrecuperables
En el monográfico del número pasado del Quadern titulado L´hora d´una nova arquitectura, se me quedó grabado el reportaje firmado por José Ángel Montañés con los arquitectos Alberto Veiga y Fabricio Barozzi. Al terminarlo, traté de compaginar las ideas que fueron desgranando los dos arquitectos sobre la actual Barcelona, con mi idea de la ciudad que recorro desde hace cuarenta y cinco años. Sé que me meto en camisa de once varas, sé que no estoy autorizado a enmendar la plana a nadie y mucho menos a gente tan preparada en su campo y tan entregada a investigar todas las soluciones posibles a una ciudad como Barcelona. Pero también sé que hablo como un usuario de mi ciudad de adopción, como un flâneur a destiempo, un tipo que va a su bola como ciudadano de a pie (y nunca mejor dicho) y que ha logrado acomodarse a los cambios que se han producido, para bien y para mal. Yo solo puedo hablar como usurario, además de participar cada cuatro años en la elección de los gestores que considero más idóneos para seguir sintiéndome cómodo y ver a mis conciudadanos en parecida situación.
Como tal he visto cosas buenas y malas. Como tal recuerdo cómo se cuestionó, en su tiempo, la Vila Olímpica. Todavía hay gente que añora los chiringuitos cutres que había en su lugar. Hoy nadie puede negar que a quienes nos gusta caminar y lo necesitamos como el aire que respiramos, la Vila Olímpica y su largo paseo marítimo nos alegra la existencia. Claro que también hay turistas. Y chocas con ellos, como chocas con autóctonos en Portaferrissa y Portal del Ángel.
Y ahora sí entro en materia. En el reportaje de Montañés me llamó mucho la atención el lapidario vaticinio de los arquitectos Veiga y Barozzi: “Hay zonas en Barcelona que son irrecuperables”. Se refieren a las Ramblas, al paseo de Gràcia y parece que también a la Diagonal, a la que le queda muy poco tiempo, según ellos, para que los barceloneses dejen de pisarla. Veiga y Barozzi, por ejemplo, afirman con afligida resignación que las Ramblas se han convertido en una extensión del muelle de los cruceros. (¡Qué manía esa de despotricar contra los cruceros¡) Y también según ellos, ningún turista querrá regresar a Barcelona, dado que solo encuentran turistas.
Los arquitectos tienen una teoría sobre cómo debe ser la industria turística para que Barcelona deje de ser carne de invasivos extranjeros. Hay que fidelizar al turismo que viene a ver cómo se vive aquí, dicen taxativamente. En la línea apocalíptica de los arquitectos, el dibujante Nazario afirmaba el lunes en este mismo diario que las Ramblas “ya casi no tiene remedio”.
Yo sigo yendo a las Ramblas. A desviarme a su derecha o a su izquierda, según quiera ir al Raval o al Gòtic, al Call o al Born
Lo escribí alguna vez en este mismo espacio. Las Ramblas la transitaron los progres y las clases populares durante los setenta y parte de los ochenta. Volvieron a ser flor de un día poco después de los Juegos Olímpicos del 92. Los progres desaparecieron como por encanto, los pijos no la pisaron nunca y las clases populares siguieron (y siguen) transitándola parte de los sábados y los domingos.
Yo sigo yendo a las Ramblas. A desviarme a su derecha o a su izquierda, según quiera ir al Raval o al Gòtic, al Call o al Born. ¡Que hay más turistas, para justificado regocijo de los camareros¡ Claro, pero a mí nunca me molestaron, nunca como para hacerme desistir de ir a pasear por uno de los grandes bulevares del mundo. Tampoco los turistas me impiden caminar y sentarme a ver pasar a la gente en el paseo de Gràcia o entrar a la Casa del Llibre. Y ya no digo, darme unos garbeos por la nueva Diagonal, con lo bien que ha quedado.
Tampoco veo tan claro eso de fidelizar un turismo que venga a ver cómo vivimos. La frase es maja. Pero yo no le encuentro ningún sentido. La primera vez que visité París lo que menos me interesó es ver cómo vivían los parisinos (gente, por otra parte, no excesivamente receptiva): me interesó la Torre Eiffel vista desde sus míticos puentes, el Louvre, sus gloriosos cementerios, recorrer las calles donde pasó hambre Modigliani y comerme por un franco sus creps de mantequilla.
Las ciudades también necesitan un poco de ética kantiana. Hágase lo que se debe hacer. Los nuevos gestores de Barcelona, tendrán que conciliar lo mejor que heredaron del establishment y lo máximo posible que deben hacer.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario
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