El magma emocional
La ambiciosa banda catalana repasa por última vez su repertorio catedralicio en un adiós doloroso, pero sin solemnidades


Como si de alguna confabulación se tratara, la furgoneta de Standstill hubo de sortear un encontronazo con la Guardia Civil camino de Madrid, los proyectores de la banda se declararon en huelga e incluso su cantante e ideólogo, Enric Montefusco, adujo alguna dolencia de garganta que luego no se percibió durante las casi dos horas de concierto. Los elementos parecían confluir así en señal de protesta por el anunciado “parón indefinido” en las actividades del quinteto catalán, una noticia dolorosa que el miércoles se tradujo en una visita-réquiem final a la gélida La Riviera. “No sabemos si estar un poco tristes o tomarnos este día como una celebración”, confesó de entrada Montefusco, pero el grupo aparcó solemnidades y sentimentalismos para dejar solo constancia definitiva, quizás irrepetible, de su singularidad lírica y de su épica excelencia. Los 1.500 testigos del adiós no fueron bastantes para agotar el papel, pero el milagro radica en que una banda tan manifiesta y maravillosamente rara haya gozado de cierto predicamento.
Puede que la banda no se vea con fuerzas de gestionar proyectos paralelos (la próxima entrega de Egon Soda está adquiriendo tintes maravillosos) y mantener la excelencia, pero el repertorio junto al Manzanares fue un inolvidable regalo postrero, un adiós tan glorioso como afligido. Echaremos de menos ese sonido ambiciosamente clásico, inalcanzable para casi cualquier banda peninsular; esa insólita confluencia de melodrama atildado, onírico y catedralicio, de noches propicias al desvelo, de Los Módulos colándose en el cuarto de Camilo Sesto. Hay en Standstill letras enigmáticas, tambores de guerra y teclados enfáticos: los de Nunca, nunca, nunca parecen un préstamo de Premiata Forneria Marconi en The world became the world. Y el resultado es un magma emocional como nadie se tomaría la molestia de articular ahora mismo.
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