La contracción del presente
Falta tiempo. Todo va muy deprisa. Hay más opciones y no hay tiempo que perder. Pero, ¿la política ha de ser también así?
En este ecuador de la campaña electoral constatamos un creciente nerviosismo, una notable tensión e inquietud en relación no tan solo a los resultados del 24 de mayo, sino sobre todo, a lo que ocurra tras esa fecha. Han ido utilizándose palabras y adjetivos gruesos que tratan de mostrar el gran nivel de desconfianza que el sistema político ha ido acumulando en una especie de campeonato de despropósitos y de corruptelas. Pero, ante ello, los albaceas, cercanos o lejanos, de ese proceso, se rasgan las vestiduras frente a lo que consideran excesos de recién llegados. Gentes surgidas del aldabonazo del 15-M, sin pedigrí alguno, que les acusan a Ellos de cosas que no han hecho, atreviéndose a llamarles obsoletos o caducados.
No acaban de entender (o sí) que los ataques no son personales, sino que se dirigen a una forma de hacer las cosas, a un sistema opaco, formado por colegas y cómplices, que hacían y deshacían, en nombre de todos y con el dinero de todos. No hay respeto por el pasado, afirman muchos. No saben lo que les espera, dicen otros. Y es también frecuente oír acusaciones que descalifican a candidatos o candidatas noveles por inexperiencia y falta de capacidades para tan alta misión.
Lo cierto es que a los mandatarios tradicionales del país, les pesa enormemente el pasado. Su experiencia ha tendido a convertirse en inercia. Y su profundo e innegable conocimiento sobre lo que acontece, ha acabado dictaminando lo que conviene a sus conciudadanos. En el fondo hay una evidente preocupación por el hecho de que esta vez, como pocas antes, el ejercicio democrático puede dar sorpresas, puede alterar equilibrios, puede modificar consensos tácitos y explícitos entre instituciones, empresas e intereses. Necesitaríamos un poco de calma y de recuperación de una mirada sobre la política en la que volviera a ser posible plantear programas estratégicos más meditados y profundos. Pero, en política, como en la tecnología, en las relaciones sociales o en la vida, el tiempo se nos vuelve cada vez más huidizo, más fugaz y esquivo.
Las elecciones son la expresión máxima de la gran contracción del presente al que estamos sometidos. Resultan cada vez más largos los ciclos electorales. Cuatro años son muchos, pero cuando hemos de ir a votar y nos acechan por todos lados mensajes y propuestas, encontramos también absurdo que el futuro (corto) de una ciudad o de un país tenga que decidirse en un solo momento catártico. Nos gustaría poder decidir constantemente. Pero, al mismo tiempo, es una pesadez que te estén preguntando y acosando todo el tiempo. El capitalismo globalizado impone sus ritmos, su frenesí desarrollista sin objetivo final alguno, nos acelera vidas, relaciones y herramientas.
Nos falta tiempo. Todo va muy deprisa. Cada vez hay más oportunidades, más cosas que podemos hacer. Todo viaja más rápido. Todo lo comunicamos más rápido. Cualquier cosa de cualquier parte del mundo está disponible en poco tiempo. No hay tiempo que perder para aprovechar todo lo que podemos y podríamos hacer en esta vida. En la única vida que tenemos. Pero, ¿la política ha de ser también así? ¿Podemos acumular fuerzas para cambiar las cosas dentro de unos cuantos años? ¿Conviene ir despacio para así consolidar equipos, ideas, vínculos y proyectos?
La aceleración de los tiempos nos viene impuesta por un sistema que nos encadena a un consumo que convierte en obsoleto hoy lo que ayer era funcional. La competitividad nos la quieren inscribir en nuestros itinerarios vitales, y parecería que no podemos echarla a un lado cuando se trata de decidir en política. Pero, precisamente, lo que está en juego cada vez más es la necesidad de repolitizar la vida y cada una de nuestras trayectorias personales y colectivas. Lo que parece inadmisible es dejarse llevar por las tendencias de lo conocido, de lo trillado, de lo que convierte en seguridad el puro servilismo a los que deciden por todos.
Necesitamos tener la oportunidad para deliberar, para discutir fondo y apariencia, valores e instrumentos, programa y proyectos. Muchos de los discursos de estos días no logran salir de una especie de paternalismo ético, de aparente sentido común, de “corriente principal”, que nos empuja a no salirnos de la normalidad. De lo que “hay que hacer” para que todo siga girando. Nos toca a nosotros buscar nuestros ritmos, escoger prioridades. Empezar a decidir, individual y colectivamente, que queremos ser, como queremos vivir. Qué ciudad queremos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB
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