Las pequeñas cosas de Margot
El recuerdo a la natural atención por los detalles y su afabilidad hacia los demás marcan el último adiós a la periodista Margarita Rivière
Los grandes de verdad son los dioses de las pequeñas cosas. De lo natural y lo sencillo. En el funeral de Margarita Rivière, en el tanatorio de Les Corts de Barcelona, había esta mañana tres generaciones de gente de la cultura y del periodismo, un viaje del palacio a las cabañas en estos tiempos convulsos de la profesión y de la vida toda, esa que ella diagnosticaba con tanta franqueza como tino en sus artículos y libros. Estaban los escritores Pere Gimferrer y Eduardo Mendoza, el pintor Joan Pere Viladecans, los editores Daniel Fernández, Jorge Herralde, Anna Monjo y Núria Tey pero también la joven Sandra Ollo, ahora al frente de Acantilado/ Quaderns Crema. Y los periodistas Enric Sopena, Pere Oriol Costa, Josep Maria Casasús, Maria Eugènia Ibáñez o Jaume Figueres, de los tiempos primerizos en las cabeceras del Grupo Mundo, el Diario de Barcelona y El Periódico. También Lluis Foix. Pero junto a ellos, los Enric González, Sergio Vila-Sanjuán, Josep Carles Rius… y más acá, los que se asoman a los 40, como Marc Vidal, pero quizá simbolizados en Antonio Lozano: “Le pasé un currículo en mi época de becario y se preocupó para que llegara adonde ella creía”, rememora hoy uno de los colaboradores del ámbito de la cultura de La Vanguardia.
Eso era también Rivière, detalles, como el de dejar escogida el pasado viernes, cuando oía ya la muerte a apenas 48 horas, la música de su despedida (una de The Beatles; el My Sweet Lord de George Harrison; un góspel de Elvis…) “Es una ceremonia civil, como la quería Margot”, aclaró su marido, Jorge de Cominges, el que cerraba sus Memorias de un extraño diciendo: “Casarme con ella ha sido lo más inteligente que he hecho en mi vida”, como recordaba a los presentes. En esa clima --a pesar de las más de 200 personas y la presencia del alcalde de la ciudad Xavier Trias-- coloquial, cercano, quizá para intentar quitar, en vano, el dolor de la ausencia, reconoció que su Margot “tenía un puntito Paco Umbral, ese de ‘Yo he venido a hablar de mi libro’… Por eso creo que no quiso morir hasta haber presentado el último suyo, Clave K; ella, al final, no pudo ir: envió un mensaje audiovisual, y al día siguiente ya dijo que no podía más, que no quería que la recordáramos muriendo en casa y optó entonces por ir al hospital”.
Rivière marchaba en una caja de color pino. Sin adorno o reborde alguno. Sencillísima.
“No, en el libro decías que casarte con ella era una de las cosas más inteligentes que había hecho… Pero es ahora que dices la verdad”, puntualizó con cariño Xavier Vidal-Folch, amigo y compañero de Rivière en las páginas de EL PAÍS. Siempre hablando de ella en presente, Vidal-Folch viajó, claro, a “las pequeñas cosas de Margot”; por ejemplo, esas libretas suyas tipo cuaderno “donde, con esa envidiable letra redonda, lo anotaba todo”. Teléfonos, referencias bibliográficas, páginas maquetadas del diario, frases o citas concertadas con popes de la cultura y la ciencia, las notas para las ceremonias de los juegos olímpicos de Barcelona, algún apunte para un discurso europeísta de Estado, las premisas del contrato del becario… De nuevo, de palacios y cabañas. “Ahí estábamos todos y todo. Margot: eres grande porque haces grande las cosas pequeñas: por las primeras, te admiramos; por las segundas, te queremos”, cerró la libreta Vidal-Folch.
Clara, esa niña que estaba en la barriga de su madre cuando ésta iba a entrar a El Periódico (como su hermano Hugo lo había estado antes cuando debutó en Diario de Barcelona y, claro, ambos hoy periodistas), empezó a evocar a su madre con la voz muy quebrada, recordando que se fue como era, hiperactiva, escribiendo el artículo apenas cuatro días antes de morir, flaqueando ya, haciéndola llamar para decir que el texto ese día ya no llegaría a EL PAÍS, “pero luego, sacando fuerzas de no sé dónde, cambiando de opinión y acabándolo”, siempre “decidiéndolo todo, incluidas las canciones… pero no quería ni le hacía falta nada más, nos decía que moría en paz y satisfecha con la vida; curioso, cómo nos pasamos la vida angustiándonos pero ella moría sin miedo alguno”.
Ya entre lloros incontenibles, recordaba la hija la retahíla de proyectos de su madre que ya quedarían inconclusos, como ese libro que hubiera hecho “con los enfermeros y médicos de las curas paliativas”, o el ver nacer a sus nietas Greta (para junio) y Rita (agosto). El góspel de fondo hizo tragar salivas y liberar más de una lágrima. Abatimiento en el aire. De Cominges tuvo que comunicar lo obvio: el acto había concluido. Rivière marchaba en una caja de color pino. Sin adorno o reborde alguno. Sencillísima. Las pequeñas cosas de Margot.
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