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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Insidiosa antiEspaña

El desprecio del PP a ‘Siudatans’ y su pisoteo de la lengua catalana recuerdan que el nacionalismo español vive y crece

Xavier Vidal-Folch

Angustiados porque un pequeño pero creciente partido anticatalanista, al que siempre minusvaloraron, les devora terreno, los jefes del Partido Popular empezaron hace un mes a despreciarle en voz alta. Por catalán. Cuando no hace tanto buscaban trabar con él una estrecha alianza antisoberanista.

Primero fue el vicesecretario popular, Carlos Floriano, que les denominó en público algo así como Siudatans o Chiutatans. Caricaturizaba así con fruición su nombre —Ciutadans (o Ciudadanos)—, pero no sólo su nombre. Pequeño detalle, de paso pisoteaba también la lengua catalana. “Es un partido catalán, no conozco sus planes” para otros lugares, añadiría enseguida su superiora jerárquica, la secretaria general Dolores de Cospedal.

O sea, lo catalán es ajeno o ignoto, cuando no inhóspito, y se pretende ganar votos desprestigiando a alguien por pertenecer a ese universo. Como predicó años atrás Esperanza Aguirre, en aquel caso de una empresa, Endesa: “antes alemana que catalana”. ¿Lo repetiría ahora la que es aún presidenta de una próspera empresa catalana de cazatalentos?

Más rugidos. “A mí no me gusta que Andalucía se mande desde Cataluña, yo no quiero que en Andalucía mande un partido político que se llama Chiutadans, y que tiene un responsable político que se llama Albert [¡!] y que con todo respeto a mí no me gusta que manejen [desde] fuera a Andalucía”, acaba de afirmar el delegado del Gobierno central en Andalucía, Antonio Sanz.

Ni  Floriano, ni de Cospedal, ni  Sanz ni Fátima Báñez han sido destituidos de sus puestos por xenofobia perpetrada contra connacionales

Aún más. “Quiero decir que Juanma Moreno [el presidente del PP andaluz] se ha construido desde abajo, como tantos otros: es un malagueño, que nació en Barcelona, pero [¡!] es una persona afable, sencilla”. Así le presentó recientemente la ministra de Trabajo, Fátima Báñez. O sea, Moreno Bonilla es una excepción entre los barceloneses de nacimiento, quienes, —¿en su mayoría?, ¿en su totalidad?— son unos xiudatanos, algunos de ellos incluso Xiudatanos, nada afables, nada sencillos y por supuesto para nada construidos a sí mismos.

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Ni Carlos Floriano, ni Dolores de Cospedal, ni Antonio Sanz ni Fátima Báñez han sido destituidos de sus puestos por xenofobia perpetrada contra connacionales. Lo que en otras derechas europeas, más civilizadas, hubiera provocado una crisis política de notables dimensiones, aquí parece saldarse gratis.

Desde luego que el episodio, o mejor, la reiterada secuencia de episodios, exhibe bastante interés desde la perspectiva preelectoral y de la previsible evolución de los partidos de la derecha, el centro-derecha y el centro. Pero seguramente supura algo más esencial, que a veces difuminan algunos de los bienintencionados partidarios del “patriotismo o lealtad constitucional” de raigambre azañista, formulado por Jürgen Habermas como la integración política de las diferencias etnoculturales a base de compartir los principios y valores de un ordenamiento jurídico-constitucional democrático. A saber, difuminan la pervivencia del nacionalismo español —no solo el ombliguismo administrativo o el centralismo político gubernamental—, incluso su crecimiento.

Josep Maria Colomer esquematizó hace tiempo en un texto que irritó a la tribu convergente (Contra los nacionalismos, Anagrama, Barcelona, 1984), la ideología del “nacionalismo españolista tradicional” con los siguientes caracteres : a) la idea de una España ortodoxa, católica, contrapuesta a una presunta antiEspaña heterodoxa; b) la asimilación de España a Castilla; c) la concepción mística de “lo español” como un ente espiritual que contiene un “sentido de la vida”, y d) la visión de la Hispanidad como una comunión espiritual en unos valores tradicionales, entre ellos la lengua. Todos esos elementos palpitan en la concepción del actual conservadurismo español, y en la secuencia de expresiones anticatalanas que evocamos. Especialmente, el asimilismo castellanista.

Pero hay más. “La reyerta con los nacionalismos de la periferia ha sido elemento importante, en los tres últimos decenios, en la articulación del nacionalismo español, muy por encima, claro, del designio de dar respuesta a eventuales amenazas externas”, constata Carlos Taibo (“Nacionalismo español, esencia, memoria e instituciones”, Catarata, Madrid, 2007).

El franquismo fue “la máxima expresión” del rancio nacionalismo español, como sostenía Colomer. Pero la transición aparcó en buena medida esa visión, por obra y gracia, entre otros, del sector de la derecha que se volvió centrista: los elementos de la ideología perduraban, pero carentes de esa articulación a la que se refiere el profesor Taibo. Fue el retorno de la derecha sin complejos reconciliatorios, bien encarnada por el azanarismo, lo que volvió a enhebrar esos factores, durmientes o hibernados, en ideología operativa. Fue (sobre todo a raíz del nuevo Estatut) y es así como la auténtica antiEspaña autoritaria de casi siempre pugna por deshilvanar la España autonómica de hoy. Enarbolando, entre otras armas, la insidia separadora de la xenofobia hacia los conciudadanos.

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