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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona desconexión

De su inconografía se ha volatilizado una parte potentísima de su pasado, ligado la cultura española y latinoameticana

Jordi Gracia

La Barcelona incendiaria de 1909 da gusto, sobre todo sin padecerla y vista de lejos, porque la hemos integrado en un relato mítico de ciudad vivaz y rebelde, indómita y subversiva. La Barcelona de 1945 desprende todavía hoy una angustia sólida que no mitigan tres pintores aquí, dos músicos allí y un escritor para todos. La Barcelona de 1978 está como una cabra, poblada por travestis callejeros —Rafael Mérida la llama Barcelona trans—, pintas iconoclastas y un tufo a maría anarcoide y fenomenal. Quince años más tarde, en la Barcelona de 1992, el gusto que da la ciudad tiene un matiz estético y ético diferente: planchada y pulcra, profesional y responsable, europea, solvente y ordenadamente lúdica.

¿Y la de ahora? ¿Es, como les parece a tantos, aburrida como una misa, funcional y funcionarial, obediente y mustia, repeinada y cabizbaja como los colegiales de uniforme?<TB>Quizá tiene razón Jordi Llovet, y la pega del manifiesto del CLAC no es que Barcelona haya dejado de ser cosmopolita sino que ni hoy ni nunca lo ha sido porque le ha faltado el inventor que la inventase. Una ciudad cosmopolita es una ciudad literaria y de ficción que integra lo local y lo universal, que metaboliza y reconvierte lo propio y lo ajeno, que se perfila con los perfiles de otros y nunca está excesivamente satisfecha consigo misma (y, si lo está, disimula la mar de bien).

La tentación de la nostalgia sólo necesita ya un leve empujón para creer que sí, que hubo un tiempo en que la ciudad anduvo en manos de un puñado hiperactivo de jóvenes blancos y jóvenes pielrojas, de jaleadores de una revista que se llamaba Triunfo aunque estuviese superpoblada de derrotas y de rojos, de unos cuantos sellos editoriales que lo tumbaron todo, aunque estuvieron a punto de caer en la refriega: Anagrama, Tusquets, Kairós, y todos tenían un periódico que no podía ser otro periódico, aunque hubiese más, que Tele/eXprés. ¿Tiempos idos, tiempos perdidos, tiempos mejores?

Claro que no: esa es una versión mitificada más. Y sin embargo, sigue siendo verdad que ahí anidó el origen de los tiempos, la refundación de una tradición de cultura moderna, americana y europea, castellana y catalana, tóxica e imprevisible, a veces banal y a la vez cándida, pero también poderosamente subversiva, imaginativa, combativa y, ay, cosmopolita cuando tenía algún sentido ser cosmopolita. Hoy desde luego no lo tiene, o no al menos en Barcelona, porque tan cosmopolita puede ser un muchacho conectado desde el desierto de Lérida como el feliz ocupante de un zulo en la mismísima plaza de la Universidad.

Su capital, culturalmente mestizo, ha ido desapareciendo de los escaparates y de las conmemoraciones

Y a pesar de todo, hay algo que parece verdad: el capital cultural de la ciudad, eso que dota de un sentido abstracto pero reconocible a una ciudad, ha ido viviendo una amputación que no tiene nada que ver con el cosmopolitismo sino con las políticas públicas de diseño de una ciudad, de su autopropaganda y su relato publicitario. Su capital, culturalmente mestizo, ha ido desapareciendo de los escaparates y de las conmemoraciones, de las salas de actos, de los medios y de las tertulias televisivas. La Barcelona institucional se ha trabajado a pulso su papel de capital de Estado, demasiado aplastada bajo banderas gigantescas que no aportan grosor alguno ni ético ni intelectual ni cultural ni estético ni científico ni humanístico.

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Mientras la realidad sigue a su aire, y en ese aire viven una multitud de acentos y de editores, de autores, de proyectos y de estéticas, la ciudad oficial parece poco receptiva a ese hormigueo de hoy y menos aún al hormigueo antiguo. De su iconografía se ha volatilizado una parte potentísima de su pasado, ligado al castellano y la cultura española y latinoamericana. Esa tradición no está extinguida y ni siquiera está desaparecida: bulle, actúa, se moviliza, expone, publica, perora y murmura. Pero no se nota en el autorretrato de la ciudad o no forma parte de la mercancía cultural en la que se reconoce.

Quizá la Barcelona institucional emprendió hace tiempo la ruta de la desconexión que hoy recomienda el presidente Mas. Pero esa desconexión deja fuera del patrimonio de la ciudad parte de su pasado reciente y de sus continuidades felices, como si evocarlo y difundirlo estropease el retrato prefijado de la ciudad que ha de ser, y no la que es. Pero aquí hay de todo, hispano y no hispano, catalán y no catalán, pese a que la versión oficial de sí misma sea monomaníaca y eluda su yo más mestizo, adúltero e infiel, indócil y perezoso, despistado y disperso. Además de disfrutar de un Museo del Diseño, con tantos tiernos trastos, y de Messi y de 1714, la ciudad podría euforizar a la gente contándole que una multitud de autores y de obras hispanoamericanos ha entendido desde hace lo menos medio siglo que Barcelona es una estupenda conexión. Incluso un grueso libro de Xavi Ayén presta multitud de rutas y de chismes para seguir ampliando la topografía cultural de Barcelona.

Jordi Gracia es profesor y ensayista

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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