El aleph del hambre
Martín Caparrós viaja por el mundo de la pandemia a través de siete países y más de 100 testimonios
El hambre es una cosa tan bestia que, pura defensa, no deja de ser comerse a sí mismo. Esa pandemia que cada cinco segundos le quita la vida a un niño menor de 10 años o que solo hoy mismo se llevará de manera directa o indirecta a 25.000 personas (más que el ébola, el sida y la malaria juntos) era la única sombra perenne que el cronista argentino Martín Caparrós se iba encontrando a lo largo de sus reportajes sobre migraciones, guerras… La imposibilidad de conseguir comida. No podía, pues, aplazarlo más. Y ahí, tras cinco años de trabajo, nació El Hambre (Anagrama), surgido de esa necesidad del gran periodismo de escribir para entender y con la idea “delirante y estúpida”, dice el autor, de abarcar un tema “del que todos sabemos más o menos y que suele arrastrar ese aire de cliché de niñería bien intencionada cuando se aborda”.
Afirma Caparrós (Buenos Aires, 1957) que el afán omnívoro por saber de todo lo que envuelve el fenómeno del hambre quizá le haya hecho construir una especie de aleph, caleidoscopio infinito desde el que puede seguirse la gente que sufre el hambre hasta quien especula con pingües beneficios con él, pasando por los que trabajan precariamente y duro para apenas paliarla. En cualquier caso, es un cartesiano paseo de más de 600 páginas en el que, para evitar “la pornografía de la miseria” si sólo se quedaba en explicar los jirones de vida de los necesitados o el “ladrillo ilegible” si caía en traducir los ingentes informes, ha optado por una mezcla entre el ensayo y la crónica. Con esa idea, cada capítulo transcurre en un lugar del mundo que ilustra un aspecto del problema, intercalados por una historia del hambre hasta nuestros días.
Todo empezó para el autor de El interior, Una luna o Contra el cambio y Un hiperviaje al apocalipsis climático cuando una joven madre de un pueblito en el fondo de la nada de Níger, le respondió que lo que le pediría a un mago sería una vaca para poder tener leche y hacer buñuelos y así comer y ganarse algo para comprar más comida. Cuando Caparrós insistió en que al mago le podía pedir cualquier cosa, le respondió: “¿Seguro? Pues dos vacas”. “Ahí me vino el tortazo: el horizonte del deseo más grande limitado por la miseria del hambre”, resume hoy el periodista. Níger le servía como ejemplo del supuesto “hambre estructural”, inevitable (terreno árido e inculto; sequías cíclicas…). “Pero esto tiene sentido hasta que sabes que el país es el segundo productor de uranio del mundo, que explotan los chinos, que no dejan nada ahí, claro”. En Níger, la gente necesita el 70% de su sueldo para comer, apunta Caparrós en su afán de convertir las cifras en conocimiento.
Si la India sirve al autor para denunciar el modelo claramente en desarrollo, sin hambrunas, pero que mantiene a buena parte de una población desnutrida (250 millones de personas) de manera endémica generación a generación, y Sudán del Sur como paradigma de los estragos que genera un conflicto armado infinito, Bangladesh es especialmente hiriente porque es el hambre “usado como instrumento para hacer funcionar la economía: es el segundo exportador mundial de tejidos, gracias a mujeres que trabajan 12 horas seis días a la semana cobrando 200 euros al mes; sin esa amenaza del hambre eso no sería posible”. Es aquí donde Amena le contará a Caparrós, si no se lo dice a nadie, su "secreto", hablando muy bajito: a veces, pone a hervir agua y le agrega algo, una piedra, una rama, cuando los chicos no miran. "Entonces ven que estoy cocinando algo y yo les digo que va a tardar, que se duerman un ratito, que después los despierto. Y entonces se duermen más tranquilos".
La parada en EE UU también permitió una triste carambola: la visita al Chicago Mercantile Exchange (la bolsa que decide el precio de los alimentos en el mundo, especulación financiera que alcanzó su último hito en 2008 con la crisis de producción de granos), y a uno de los pueblos con mayor porcentaje de obesos (un 37%, poco más que la media nacional). “Los gordos son los malnutridos de los países ricos: sus cuerpos descontrolados lo están por la comida basura, que consumen por su bajo precio”. En EEUU hay, fija Caparrós, unos 50 millones de personas en “inseguridad alimentaria”: no saben dónde comerán todos los días, algo que tamizan entidades privadas de beneficencia pero más organismos públicos, generando ese “asistencialismo clientelar” que el autor también halló en su Argentina natal, donde visitó uno de los grandes basureros de Buenos Aires, con gente alimentándose de productos (incluso aún congelados) ahí tirados (el 30% de la comida que se compra en un supermercado en España se tira; y de ése, la mitad sin consumir).
Cierra Caparrós su periplo por la miseria alimentaria (saldada con cerca de un centenar de testimonios) en Madagascar, que considera paradigma del hambre del futuro: grandes empresas y estados adquiriendo inmensas extensiones de tierras de cultivo, cuyos frutos se llevan directamente a sus países, restándolo de los propios lugares naturales donde, paradójicamente, necesitan la comida. Ahí, el campesino paga el kilo de arroz prácticamente al mismo precio que los ejecutivos de Chicago…
Hijo de psiquiatra y psicoanalista comunista y periodista que arrancó en la sección policial del diario Noticias en 1973 bajo las órdenes del combativo Rodolfo Walsh, Caparrós se pregunta a lo largo del libro “¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?”. Él, que define el hambre como “la metáfora más violenta de la desigualdad en la que vivimos y toleramos vivir” lo tiene claro: “No soy neutral; con este tema creo que dejo claro que quiero pringarme; el libro no deja de ser un panfleto… obeso”, se permite como única concesión al humor.
En su opinión, la única solución para una tremenda injusticia (en el mundo viven 7.000 millones de personas y se produce comida para más de 12.000 millones) es “claramente política: se ha de implantar una forma moral de la economía que redistribuya la riqueza y luego hallar la fórmula política que permita esa economía moral”. Tiene claro que el argumento (capitalista) de implantar más desarrollo no garantiza la desaparición del hambre, “se estiran las desigualdades, como demuestra la India” y que las religiones fijan esta situación alimentaria: “Dios interviene sólo para justificar esas cosas; ya lo decía Teresa de Calcuta: ‘Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo’”.
Durante la elaboración de este artículo, un par de horas, han muerto unas 86 personas por hambre.
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