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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Democracia como forma de vida

Hay un creciente atrincheramiento en la legalidad, entendida como trinchera desde la que cercenar e impedir el disenso

Joan Subirats

Parece bastante claro que el concepto de democracia tiende a expandirse. Ampliándose a espacios y situaciones que van bastante más allá de aquella esfera estrictamente política e institucional en la que la habíamos ido confinando. Esto se nota en la creciente conflictividad que se aprecia entre legalidad y legitimidad, expresada en múltiples ocasiones y escenarios. Desde la constante tensión presente en el contencioso sobre el encaje de Cataluña en el marco constitucional español, hasta llegar al debate sobre los sucesos del 4-F y los efectos del documental Ciutat Morta,pasando por la mayor o menor aceptación sobre si se puede replantear el tema del pago de la deuda en Grecia o España. Pero ello también se da en temas mucho más cotidianos, como los que afectan a la aceptabilidad de los escraches o la ocupación de sedes bancarias frente a los desahucios, el hecho de que el personal de la sanidad pública atienda a los inmigrantes sin papeles o que algunas escuelas se organicen y funcionen de manera distinta a la que está prevista en leyes y reglamentos.

Albert Ogien y Sandra Laugier lo han ido poniendo de relieve tanto en un libro publicado hace un tiempo en el que defendían la fuerza transformadora de la desobediencia civil, como en uno más reciente (Le Principe Democratie). En esos textos, tratan de argumentar la fuerza de la democracia como principio inspirador de una sociedad que busque sus parámetros de convivencia en principios como el reconocimiento de los demás, la aceptación radical del pluralismo y la necesidad de la implicación colectiva en los asuntos comunes. En este sentido, entienden que la gestión pública ha ido cayendo en lógicas cuantitativas en que lo importante acaba siendo el cumplimiento de indicadores de eficacia y de eficiencia, desatendiendo otros parámetros de índole superior, como justicia, igualdad, dignidad. Cuando se produce el choque entre unas y otras formas de valorar o encauzar la acción pública, surgen dilemas que acaban afectando a colectivos de profesionales implicados en la gestión y provisión de servicios públicos (como de hecho hemos visto hace poco con la resistencia de algunos trabajadores sociales del Ayuntamiento de Barcelona a la hora de tramitar desahucios y realojos de los afectados, ver EL PAÍS, 21-1-2015).

La democracia no es un tema que podamos considerar solo en manos de los electos que ocupan las instituciones, ni tampoco un espacio propio de expertos que definen qué debe hacerse y cómo debe gestionarse. Una concepción de este tipo provoca el sentimiento de desposesión de quienes deberían ser también protagonistas o coproductores de las políticas que les afectan (tanto si son ciudadanos o si son servidores públicos) y que en cambio acaban viéndose como meros objetos de administración. Es por ello que podemos hablar de la democracia (en todas sus componentes) como una forma de vida. Como un pensar y un hacer que se expresa de manera múltiple en cualquier aspecto vital, lejos de la lógica estrictamente representativa y delegativa. Toda experiencia vital y en común exige unos parámetros comunes que permitan la comprensión, pero que también permitan e integren el disenso y el conflicto. Cuanto más disenso es capaz de contener una democracia, más fuerte es. Y en cambio, lo que detectamos es un creciente atrincheramiento en la legalidad. Una legalidad entendida no como marco plural y común de juego, sino como trinchera desde la que cercenar e impedir el disenso.

Este es un tema que va a estar cada vez más presente en cualquier dinámica social. Sea ésta empresarial, administrativa, comunitaria o, evidentemente, institucional y política. Las contradicciones existen y seguirán existiendo entre lo que se predica y lo que se practica. Y por mucho que se hable de “nueva política”, los tics de siempre aparecen. Seguramente es inevitable, pero los chirridos y los roces aumentan y van siendo menos tolerados. Se exige democracia real ya, pero es evidente que estamos más bien en un horizonte de cambio y de perfectibilidad en el que aún nos queda mucho por hacer. Pero, se equivocan aquellos que denuncian esas contradicciones para poner en cuestión ese horizonte, refugiándose en que al final siempre resurge el politics as usual y que nada cambia. Desde mi punto de vista, contradicciones aparte, esa idea de democracia como forma de vida, como práctica extendida, como lógica compartida y colaborativa ha venido para quedarse. No basta con identificarse con los que nos van a representar. Necesitamos poder formar parte de alguna manera de ese quehacer colectivo, ya que somos conscientes que al final será en ese escenario donde acabará jugándose parte de nuestra vida, de nuestra convivencia, y queremos cuidarnos de ello. Apropiarnos de ello. No sólo vivir en democracia, sino vivir la democracia.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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