Algunas contradicciones
El PP presenta el 27-S como si fueran unas elecciones normales, pero prepara la gran batalla entre unionismo e independentismo
Hay que ver lo dura que es la vida del unionista consciente en la Cataluña de hoy. No, no me refiero a que, como sostienen algunos, tal segmento de opinión se halle silenciado, o carezca de tribunas mediáticas —las tiene en abundancia tanto públicas como privadas, hagamos el recuento cuando gusten—, o se halle huérfano de representación política, pues son por lo menos cuatro (Ciudadanos, PP, PSC y Podemos) los partidos que compiten por defenderlo, con todos los matices posibles. Pienso más bien en la titánica tarea de ese unionista ilustrado que trata de mantenerse al día de las tesis de su campo, de aquel antiindependentista decidido a empaparse de los argumentos que elaboran sus referentes, ya sean políticos, intelectuales, jurídicos, institucionales, etcétera. Y lo imagino sumido en una cierta confusión.
Lo imagino, por ejemplo, cavilando cómo es posible que el proceso participativo del pasado 9-N fuese una parodia, una mascarada, un simulacro con votos duplicados y ausencia absoluta de control, y al mismo tiempo constituya la prueba irrefutable, definitiva, de que el independentismo es minoritario. Tal vez nuestro esforzado unionista sea de talante cartesiano y piense, como yo, que una parodia o un simulacro, por definición, no pueden tener valor probatorio sobre nada, en cuyo caso verá multiplicada su perplejidad. Tampoco saldrá de ella si abraza la tesis que formulaba una columnista de este mismo diario el pasado lunes: la que definía a Convergència como “un socio ideológico del PP”. Curiosa sociedad, en la que una de las partes contratantes quiere inhabilitar penalmente al líder de la otra, y meterlo en la cárcel, e incluso opina (el exportavoz de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, así lo dijo, y parecía sobrio...) que lo que le convendría a Artur Mas es un buen pelotón de fusilamiento. Con socios así, ¿quién necesita enemigos? Sobre todo, ¿qué sociedad ideológica cabe imaginar entre quienes defienden la unidad de España como un dogma sacrosanto y quienes quieren romper aquella unidad para alcanzar la independencia de Cataluña? ¿O acaso este no constituye un dilema ideológico, y la ideología sólo se expresa a través de las políticas económicas o sociales? Es admirable la cantidad de gente dispuesta a todo por impedir que la realidad le estropee un buen tópico...
Ese antiindependentista inquieto al que vengo aludiendo no lo tiene fácil para interpretar correctamente la situación catalana, si sus guías de referencia se obstinan en presentar hoy a Convergència y a Artur Mas como si fuesen la Convergència y el Artur Mas de 2011 o de 2004, y no los de 2015. Y ahora, encima, aparece Mariano Rajoy y suelta que “las elecciones plebiscitarias no existen”. Que los comicios anunciados para el 27 de septiembre serán como los de cualquier otra autonomía y servirán sólo para elegir diputados al Parlamento de Cataluña.
Convendría mucho que —tanto el unionista reflexivo como todos, en general— nos fuésemos aclarando. Si, según el presidente español, las elecciones del 27-S no son más que la repetición —por undécima vez— de una rutina democrática inaugurada en marzo de 1980, ¿cómo se entiende que a la delegada regional de Rajoy en Cataluña, la señora Sánchez-Camacho, le haya faltado tiempo para ofrecer al PSC algo tan insólito e inimaginable durante 35 años como un pacto poselectoral a la vasca contra el soberanismo? ¿En qué quedamos, serán unos comicios corrientes y molientes para distribuir 135 modestos escaños, o la oportunidad histórica de “liberarnos de la oligarquía independentista”, según ha clamado una madrugadora doña Alicia con ocho meses de antelación sobre la apertura de las urnas?
Las reacciones inmediatas del PP ante el anuncio de Artur Mas se han movido entre el desdén y la dramatización impostada, pero sus dirigentes tendrán que escoger muy pronto un camino o el otro. Si fuese el primero, si de veras en Génova y en Moncloa contemplasen el 27-S catalán con los mismos ojos que unas elecciones autonómicas en Galicia o en Murcia, incluso que unas andaluzas anticipadas, entonces durante los próximos meses la prensa amiga del PP no desarrollaría nuevas estrategias mediáticas de hostigamiento y criminalización contra el soberanismo catalán; y los aparatos de seguridad del Estado se dedicarían sólo a perseguir yihadistas —que buena falta hace—; y Rajoy, ministros, Cospedales y Florianos no se involucrarían en la campaña hasta junio como pronto; y lo harían en términos parecidos a los que emplearon sus predecesores durante las campañas de 1999, o 2003, o 2010, los términos propios de quien se sabe marginal en Cataluña.
Naturalmente, será todo lo contrario: habrá sobreactuación, y demagogia a raudales, y guerra sucia, y movilización general de recursos privados y públicos, y un ensordecedor ruido mediático, todo ello para presentar el 27-S como la batalla de Armagedón entre el Bien y el Mal, entre unionismo e independentismo. Pero lo divertido del caso es que esto lo harán quienes sostienen, impávidos, que las plebiscitarias no existen, que tendremos unas anodinas elecciones ordinarias.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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