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ROCK Siniestro Total
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Euforias de enero

Hay veces que los elementos no parecen los más propicios para entregar un buen concierto de rock. Los icónicos Siniestro Total se encontraron el jueves con una sala Kapital demediada por la resaca postnavideña, el sonido más embarullado de lo deseable y un jefe de filas mermado por los rigores invernales, siempre tan cruentos para con el aparato respiratorio. “Perdonad el trancazo del cantante, pero venimos de un país del norte”, se disculpó Julián Hernández. Pues bien: aun con todos estos inconvenientes, el quinteto vigués ofreció 90 minutos estupendos de rock vigoroso, muscular, con nervio. Sin descanso ni respiro, sacándole provecho al poder rejuvenecedor de un repertorio que sigue sonando fresco y convincente aun en manos de estos modernos cincuentones.

Hernández luce un traje al que le sobran muchos centímetros cuadrados de tela, adopta pose desgarbada y camufla bajo el sombrero sus devastaciones capilares, pero en cuanto puntea las primeras notas de Jesucristo Superstar, su irónica introducción, se comporta como un perfecto torbellino. El guitarrista Javier Soto y el bajista Óscar Avendaño son dos escoltas magníficos que lucen canas orgullosas y hasta asumen la voz cantante en momentos como Fuimos un grupo vigués. Y así, casi sin imaginarlo, se apodera del espacio un ambiente de camaradería radiante: insólitas euforias de enero para un año que ha empezado tan feúcho.

No quiso Hernández ensombrecerse con referencias a la actualidad ni homenajear al añorado Germán Coppini, por ejemplo cuando abordó reliquias tan delirantes como Matar jipis en las Cíes. El jueves no era día de sentimentalismos, sino de diversión sarcástica, inteligente, genuinamente rockera. Porque, más allá de la sorna y los chistes burlones (algunos quizás ya desgastados, como Todo por la napia), Siniestro Total merece honores de banda contundente y legítima. Dispuesta a sacarle lustro al blues para seguir tocando las narices.

Fueron casi 30 títulos en hora y media sin piedad ni pausas entre canciones. Apelaciones al sarcasmo (Cultura popular, No hay banda, La paz mundial) y a ese filón vitriólico que, en manos de Julián Hernández, se antoja inagotable. Versiones hilarantes de Downtown (Petula Clark) o aquel David Watts de los Kinks transformado para siempre en Emilio Cao. Y la capacidad intacta para provocar entusiasmo intergeneracional: era delicioso contemplar a ese jovenzuelo radiante de camiseta roja que, desde el centro de la pista, coreaba cada verso y marcaba con sus brazos los solos de guitarra y breaks de batería. Como si fuera el productor de la discografía completa.

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