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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todos tenemos derecho a soñar

Solo compro lotería para Navidad y Reyes. Estoy preparado para no ganar nada. Lo que no sé es si lo estoy para ganar algo

J. Ernesto Ayala-Dip

Leí un muy interesante reportaje este domingo en este mismo diario, firmado por Miguel Ángel Criado, en el que se recogían distintas investigaciones sociológicas y economicistas sobre cómo cambia la vida de las personas cuando ganan un premio de lotería. En ese reportaje hay teorías para todos los gustos. Para algunos, el Gordo a los agraciados los hace de derechas si antes eran de izquierdas. Si eran gente de orden, con el premio siguen igual de ordenados. Si antes eran gente de vida relativamente sana, después del golpe de suerte se vuelven algo golfos: se dan a la bebida y al tabaco en dosis inconvenientes para su salud. Por el tono del reportaje, deduje que estas teorías no eran para tomárselas muy en serio, aunque sí el hecho de que unos suculentos cientos de miles de euros caídos de cielo o de tu apuesta al destino algo tienen que influir en tu vida.

Mi padre tenía el hábito de comprar lotería todas las semanas. Pero no solo la compraba, sino que además fantaseaba sobre todo lo que tendríamos gracias a los millones que nos lloverían. No sé si creía en esa suerte a la que tan irresponsablemente se encomendaba, pero muchas veces pensé que a lo mejor era como un conjuro. Si ponías tanto énfasis en que algo ocurriera, a lo mejor ocurría. A mí estas ilusiones de mi padre me sirvieron para mucho en la vida. Me educaron para futuras desilusiones más demoledoras. Tengo todavía en mi memoria una casa de tres plantas que mi padre siempre señalaba que compraríamos. Más de las veces ni siquiera hacía referencia al premio. Me llevaba de la mano y me decía: “Esta es la casa en la que viviremos”. Yo la miraba y solo pensaba en la habitación que tendría para mí solo. Por eso durante años odié todo lo referente al Gordo de Navidad. Tardé años en reconocer que mi padre tenía derecho a soñar con una vivienda. No mejor que la que habitábamos. Sencillamente una vivienda. Por eso desde hace unos años decidí hacer las paces con mi padre comprando lotería. Solo lo hago para Navidad y Reyes. Sé que estoy preparado para no ganar nada. Lo que no sé muy bien es si lo estoy para ganar algo.

Entre los muchos datos vertidos allí, hay uno que me interesó: el que hace referencia a la relación del flamante premiado con su status anterior, sobre todo con su faena. Si te haces en un plis plas con una millonada, ¿dejas el trabajo? ¿Lo mantienes? ¿Reduces la jornada? Ya sabemos que esa decisión dependerá del monto del premio. El reportaje de marras nos dice que se dan las tres circunstancias. Pero una de ellas es la más llamativa: sólo un 12% se despidió de su empleo. El autor del reportaje cifra el valor de los premios alrededor de los 200.000 euros. El resto sigue en el tajo.

No sé si me comportaré como esa gente exultante que vemos en la tele, brindando con cava y gritándole a las cámaras que al fin podrán pagar la maldita hipoteca

Estas conclusiones me recordaron una novela del escritor uruguayo, ya fallecido, Mario Benedetti. La novela se titula La tregua. Nunca fui un lector entusiasta de Benedetti. Pero La tregua siempre me pareció su libro más redondo, una joyita literaria. En su entramado hay un hilo secundario que tiene que ver con este artículo. Parte de la historia transcurre en una oficina, ese lugar donde muchas veces la existencia apenas alberga horizontes que no sean otros que trabajar, jubilarte y morir, esa existencia que queda congelada sin darse uno cuenta.

Un día, un oficinista (que si no recuerdo mal en su versión cinematográfica lo encarnaba ese actorazo llamado Walter Vidarte) entra enloquecido pidiendo hablar con su jefe. Cuando lo tiene enfrente lo manda a freír espárragos, no sin vomitarle antes a la cara todo lo que quiso decirle siempre y nunca se atrevió. Una atmósfera de incredulidad e impotencia llenó el alma de todos sus compañeros. No podían creer lo que estaban viendo y oyendo, porque nunca imaginaron que su broma llegaría a esos extremos. A Walter Vidarte sus compañeros de oficina le habían mentido diciéndole que su número de lotería había salido premiado. El resto se lo pueden imaginar.

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En el momento que escribo esto, el Gordo de Navidad todavía no ha salido. No sé qué haré si sale mi número. Nadie puede engañarme con que he sido premiado, porque nadie ha visto mi billete. Creo que llevo muchos años imaginándome un momento semejante. No en vano compartí con mi padre su sueño inútil. No sé si me comportaré como esa gente exultante que vemos en la tele, brindando con cava y gritándole a las cámaras que al fin podrán pagar la maldita hipoteca y que encima les quedará dinero para hacer un viaje a París, que es lo primero que tienes que hacer si nunca has estado. Como ya estuve en París, sin despedirme para siempre de ninguno de los sitios que me dan de comer, me embarcaré en un crucero. (Algún día escribiré sobre los denostados cruceros). Como ya estuve en uno, repetiré. Haré el que da la vuelta al mundo en 365 días. A lo mejor mi padre hacía bien soñando lo que soñaba. Después de todo ya sabemos que hay sueños más irrealizables. Quimeras más dolorosas. Desilusiones mayúsculas.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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