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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Viajar a Cataluña, volver a la Edad Media

No seré yo quien glose la higiene y la mugre de la Edad Media y que afirme que ese fue un período mucho mejor que el presente desde los más diversos puntos de vista

Aquel sábado de finales de octubre nos habíamos refugiado en la abadía benedictina de San Quirico de Colera, una de las más antiguas y bellas de Europa, para escapar del hastío diario del zafarrancho político, económico e institucional que nos envolvía como una culebra; en el zurrón, comida y equipaje frugales (el periódico y unos prismáticos) para pasar un día al raso. La llamaban corrupción y campaba a sus anchas: todos nuestros hombres y mujeres públicos daban fe de que don dinero seguía siendo poderoso caballero; jueces y juezas destapaban casos, cosas y casas llenos de billetes aquí y acullá; personajones y personajonas con pellejo y tripa de chorizo trajinaban fajos de dinero con o sin testaferros por pequeños países-paraísos; ancianos de guante blanco y chequera oscura entraban y salían de los pabellones más amables de las cárceles, y los fiscales andaban a la greña por un quítame allá esas pajas.

Aquel paisaje recoleto y virginal de San Quirico, con un huracanado viento terapéutico que nos limpiaba el cuerpo y el alma, nos devolvía a los sólidos contrafuertes de la Edad Media. Un lugar apacible para reflexionar, cerca y lejos del ruido del mundo, que se ceñía a dos asuntos recurrentes del triste papel diario: cuántos guardianes de nuestro erario lo estaban esquilmando sin remisión y cuándo y cómo se resolvería el derecho a decidir o a no decidir de los catalanes. Ante esa contundente olla podrida, que incluía a tirios y troyanos, no cabía más opción que el exilio, y ese mismo sábado supimos dónde: en la Edad Media.

El presidente del Gobierno español había afirmado en Bruselas, muy campanudo y tan campante, ante los micrófonos de la vieja Europa, que la secesión de Cataluña del Mas más mesiánico significaría “volver a la Edad Media”. Juro por Dios que en ese instante decidimos hacernos secesionistas. Nos pasamos unos cuantos días especulando sobre si a nuestro prócer le habría traicionado el inconsciente o el subconsciente y esperando, al mismo tiempo, una reacción meditada pero furibunda de los medievalistas más conspicuos. Confiábamos en que algún erudito con galones dijera algo (y aun algos), pero aquí, como clamaba Ángel González, nunca “pasa nada, salvo el tiempo”. O sea, que todo quisque había aceptado perezosamente el silogismo pedestre de don Mariano, a saber: “La horrorosa secesión de Cataluña será idéntica a la horrorosa Edad Media”. Ni que decirse tiene que en países civilizados como Francia o Italia, por poner dos coyunturas de extrema vecindad, el presidente de la República jamás hubiese proferido tamaña sandez, como también es cierto que, de haberlo hecho, la autoridad competente de sabios como Jacques Le Goff (redivivo) o Giuseppe Galasso los hubieran puesto en su sitio por siempre jamás.

Sin duda, quien desconoce qué fue la Edad Media no puede gobernar en el siglo XXI

No seré yo quien glose la higiene y la mugre de la Edad Media y que afirme, sin miedo, que ese fue un período mucho mejor que el presente desde los más diversos puntos de vista, sin catalanes ni españoles, sin tribunales ni urnas, sin patriotas ni ideólogos. Sin ese jalón que nuestra máxima autoridad pretende nefando no tendríamos hoy, por ejemplo, conocimiento del legado grecolatino.

Tendríamos, claro, caminos de Santiago para pasear con la nada angelical Angela Merkel; amanuenses y códices en lugar de editores y libros de usar y tirar, o una Europa mucho más abierta, optimista y plural que la nuestra, donde los bárbaros del norte circularían hasta el África septentrional tan ricamente en sus carromatos como ahora en los vuelos basura. Y podríamos soñar con las musiquillas de Jaufré Rudel, cantando el amor y el edén alternativo como los dilectos David Byrne o Luis Alberto de Cuenca; o manejar la espada con Roldán en Roncesvalles o el arco y la lira con algunas de sus huestes en el castillo de Quermançó, o confiar en que en todas las universidades de la nación un San Anselmo cualquiera seguiría transmitiendo la divisa fundamental (única) de las humanidades, la verdad revelada por E. H. Gombrich: iluminar el pasado es comprender el presente.

Sin duda, quien desconoce qué fue la Edad Media no puede gobernar en el siglo XXI. Despreciarla de ese modo supino es humillar a Johann Huizinga, a Steven Runciman, a Geoffrey Barraclough, a Ernst Robert Curtius, a Ramón Menéndez Pidal, a Peter Dronke o (ya puestos) a Mark Twain y a Umberto Eco. Y, cómo no, a todos los maestros (con el llorado y siempre homenajeado Martín de Riquer en cabeza) que, también en las universidades catalanas más progres, nos prepararon, en castellano recio, para entender y amar la Edad Media. Da igual, porque la enfermedad de nuestro paisaje y de nuestro paisanaje no es solo ética sino estética: lisa y llanamente, educativa.

Una patria donde (dicen las encuestas) la historia es la disciplina académica peor valorada, donde quienes gobiernan tienen requesón en la sesera y donde las facultades son corrales que nadie limpia. Donde un químico o un anestesista en excedencia (metidos en la política toda su vida laboral) pueden volver a “su” plaza reservada de profesor universitario, como quien vuelve a donde van a morir los elefantes, ¡sin duda con la bibliografía puesta al día! Donde la endogamia premia a los cabestros e impide recurrentemente el acceso a la docencia al mejor currículum (llámese Schopenhauer o Menéndez Pelayo) o donde el dedo decisorio está tan extendido en nuestra alma mater con cinco siglos de antigüedad o cinco lustros de existencia. Donde una escritora en castellano pero premiada en catalán cree (o al menos eso propala) que está vetada en las universidades esteladas porque se expresa literariamente en español en lugar de saber y aceptar las reglas del verdadero meritoriaje.

Un país, en suma, sin universidad y sin estudios y, por lo tanto, sin vergüenza, donde el gran mandamás ruge sin bochorno que la Edad Media le provoca arcadas; así que, para no evitar las náuseas, viaja a Cataluña antes de que se consume el parto (tiene 18 meses por delante para abortarlo) y esta caiga en las siniestras tinieblas del Medievo. Y no sabe lo felices que vamos a ser si con la secesión nos dan un billete para ese éxodo a nuestro santo ombligo, las ganas que tenemos de volver al útero de las historietas infantiles y sentirnos como un yonqui en la corte del rey Arturo. Eso sí, obligatoriamente en la abadía de San Quirico de Colera, en la Alta o la Baja Edad Media, en la que sea, lejos de la caverna de Cataluña y de España.

Manel Martos es doctor en Humanidades y director editorial de Gredos.

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