Bienvenido, mister Rajoy
El presidente vendrá no tanto a seducir a los catalanes como a confortar a los cuadros de su partido, que bien lo necesitan
Tras anunciarlo dos semanas atrás desde las antípodas, y precedido por la escuadra de gastadores de la fiscalía, mañana viene Rajoy a Barcelona. Lo hace con aires de taumaturgo; como si estuviésemos aún en los tiempos de las diligencias y fuera precisa su presencia física para hacer llegar a los ciudadanos de Cataluña los mensajes del Gobierno y del Partido Popular frente al pleito catalán. Como si, con su mera estancia de unas horas en carne mortal, don Mariano fuese capaz —mediante algún conjuro, o una imposición de manos...— de darles la vuelta al escenario político y al panorama de la opinión pública en esta —para él— refractaria comunidad autónoma.
Sin embargo, la previsibilidad del ilustre visitante y la estrechez del marco ideológico-político en el que se mueve invitan a rebajar expectativas, mientras que el conocimiento de la historia del PP en Cataluña hace pensar en un déjà vu. En efecto, la asendereada peripecia local de los populares está llena de momentos en los que, tras un resultado electoral por debajo de las propias previsiones, la dirección de turno ha atribuido el pinchazo a que “no nos hemos explicado bien”, a que “nuestro mensaje no ha sido transmitido fielmente”; y se ha conjurado a remediarlo mediante visitas más frecuentes de los líderes estatales a este territorio comanche.
Mariano Rajoy acude a un mitin, porque ni siquiera un encuentro con empresarios o académicos le blindaría frente a preguntas incómodas
Todo induce a pensar que la jornada de mañana se sitúa en aquella misma línea. Mariano Rajoy acude a un acto de partido, a un mitin, porque ni siquiera un encuentro con empresarios o con académicos le blindaría frente a preguntas incómodas u observaciones críticas. Y, ante esa claque de fieles y convencidos, va a mover el espejuelo de una recuperación económica que, según todos los indicios, tardará años en manifestarse al nivel de la economía cotidiana, de la tasa de paro, de la mejora del poder adquisitivo, etcétera. Y recordará —según ya ha avanzado His Master's Voice, Alicia Sánchez-Camacho— “los 32.000 millones de euros que ha recibido Cataluña del Gobierno central”, sin añadir que ha sido en calidad de préstamos con intereses, y a expensas de un drenaje fiscal crónico y sangrante.
Por lo demás, el presidente no le hará a la mayoría social partidaria del derecho a decidir ninguna oferta, ninguna concesión, ningún guiño. Se limitará a enfatizar que “la unidad nacional es una especialidad reconocida y casi privativa del PP, porque (...) nosotros no vacilamos, ni nos inquieta la crítica de algunos nacionalistas, ni estamos dispuestos a permitir que sean ellos quienes dirijan el destino de los españoles. (...) Somos el único partido que cree en esta España que habitamos; el único, al parecer, que está dispuesto a mantener a España unida a toda costa”.
No, no es que haya tenido acceso al borrador del discurso; me limito a citar palabras de Rajoy en el otoño de 2004, frente a los primeros balbuceos de aquel nuevo Estatuto catalán que Zapatero había prometido apoyar. Pero estoy seguro de que don Mariano no irá ni un centímetro más allá, porque no quiere y porque no puede. ¿Cómo podría, a medio año de unas elecciones territoriales en las que el PP se juega el pellejo? Y, digan lo que digan los asesores monclovitas o genoveses, tampoco le es posible promover una campaña del tipo Better Together, pues eso supondría otorgar carta de legitimidad a la opción independentista, como hizo Cameron en Escocia. Y Rajoy no es Cameron.
O sea que, a mi juicio, el presidente vendrá no tanto a seducir a los catalanes como a confortar a los cuadros de su partido, que bien lo necesitan. Lo necesitan, porque prácticamente todas las encuestas realizadas a lo largo de 2014 sitúan al PPC por detrás de Ciutadans en intención de voto; porque las más recientes (el último Barómetro de El Periódico, por ejemplo) atribuyen a las huestes de Rajoy en Cataluña una pérdida de apoyo electoral superior al 40% con respecto a los resultados de 2011-12, y ello tanto en unas elecciones catalanas como generales.
Con tales perspectivas, y de acuerdo a las leyes no escritas del PPC —que dan a sus liderazgos un ciclo vital máximo de cinco-seis años—, Alicia Sánchez-Camacho está ya amortizada. Máxime, cuando su salmodia a la vez estridente y cansina, sus regañinas de institutriz decimonónica, son incapaces de atraer a ningún neófito y, en cambio, galvanizan a los adversarios. Frente a los Albert Rivera, Matías Alonso, etcétera, que la representante política de Rajoy en Cataluña sea Sánchez-Camacho supone una caricatura y es una verdadera catástrofe. En Madrid lo saben y, de hecho, estuvieron a punto de aprovechar las europeas de la pasada primavera para enviarla a Bruselas, a un confortable exilio. A la postre, Rajoy se echó atrás; no quiso parecer que concedía a los independentistas un trofeo, y le dio pereza la complejidad del relevo. ¿Hasta cuándo?
El pequeño Nicolás ha declarado: “Moncloa me encargó solucionar el problema catalán”. A ratos, casi dan ganas de que sea verdad.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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