Cosas que ocurren fuera del proceso
El último gran libro de Serés, Podemos como revulsivo y el café que me tomaría con Torres-Dulce
Libros. Hace algunos años, escuchando unas transmisiones de fútbol por televisión en la que el entrenador vasco Javier Irureta hacía de comentarista, le oí improvisar un calificativo a esos disparos desganados y deshilachados que le salen a veces a los delanteros. “Tiritos” les llamaba. Me gustó el diminutivo, tan desdeñoso como ilustrativo. Rápidamente lo incorporé a mi léxico literario. Cuando un amigo me pregunta por determinada novela, suelo responderle, si el libro no da la talla, con el gráfico concepto de Irureta: “Bueno, tiritos”. Claro que eso no podría decirlo en una crítica literaria como Dios manda en Babelia, que ya me gustaría. Me echarían, con absoluta legalidad periodística, a patadas.
Un amigo, hace unos días, me preguntó por el último libro de Francesc Serès, La pell de la frontera, al observar que lo tenía sobre mi escritorio. Como nunca me paré a pensar en el antónimo de “tiritos” (que en el argot futbolístico puede ser “misil” o “trallazo”, o como lo llamaba Joaquim Maria Puyal en catalán gardela), le contesté “ugl”, que es como le contesto a mis amigos parecida pregunta por correo electrónico: Un gran libro. Una oda y a la vez una elegía a los confines humanos y geográficos, una oda y elegía dividida en relatos calidoscópicos sobre la intemperie física y social y privada. Y una oda, si quieren, a ese semidesierto lleno de luz inabarcable que son Los Monegros, siempre y cuando el proyecto Gran Scala no lo destruya como paisaje único y lo convierta en uno de los territorios de ocio ludópata más grande de Europa.
El fiscal general del Estado no tiene demasiada buena fama en Cataluña
Leyendo este libro, me acordé de otro que también apunta a conformar eso que el sociólogo francés Pierre Bourdieu denominó en su ensayo Las reglas del arte, “campo literario”. Me refiero a La Moràvia, de Julià Guillamon. Si tuviera que citar dos libros escritos en catalán en los últimos años, no dudaría en citar el de Serès y Guillamon (me falta leer la última novela de Valentí Puig, de la cual alguien me adelantó su opinión: “ugl”. Ambos, cada uno en su espacio correspondiente entre rural y urbano, configuran un campo de producción sociológica, sin soslayar la referenciación humana y ética de las gentes que lo habitan.
Eduardo Torres-Dulce Lifante. El fiscal general del Estado no tiene demasiada buena fama en Cataluña. No sé si no la tiene desde cuando, como presidente del Comité de Apelación de la Federación Española de Fútbol, levantó la sanción de un partido sin jugar que había caído sobre Hugo Sánchez, referente merengue de la época y bestia negra de la muchachada culé. Esa inopinada decisión, solo justificada dado el indisimulado madridismo del actual fiscal, le supuso su dimisión un 26 de febrero de 1986. También pudiera ser que esa mala fama ya le viniera de su vinculación familiar con Antonio Torres-Dulce y Ruiz, presidente del Tribunal de Orden Público durante el franquismo. Ahora la desdichada fama le viene, evidentemente, por su poco arrojo para desobedecer las órdenes (de querellarse contra los impulsores 9-N) de los patrones políticos que lo pusieron donde está.
Mi problema con Torres-Dulce es el siguiente. Este señor, todo un fiscal general, me informó de un detalle que se me había olvidado de mi lectura, hace ya más de cincuenta años, de un libro capital en mi formación literaria: me refiero a Qué verde era mi valle, del escritor inglés Richard Lewellyn. Un día descubrí un libro de Eduardo Torres-Dulce titulado Armas, mujeres y relojes suizos. En ese libro el fiscal me enseña que el texto que llevaba en sus manos el protagonista de Qué verde era mi valle, era La isla del tesoro.
Entonces me expliqué por qué el segundo libro que leí en mi vida fue la inmensa novela de Robert Stevenson. La isla del tesoro es también un libro de cabecera del fiscal del Estado. Mi problema con este señor, al que recuerdo como tertuliano y crítico de cine en uno de los mejores programas que se hicieron en España sobre cine en televisión —¡Qué grande es el cine!—, es que no sé si me tomaría un café con él. Por una parte me molesta su decisión extrajudicial (o ajudicial) respecto al dichoso 9-N y por otra pienso que si no tomara ese café me perdería de conocer más en profundidad a un hombre que confiesa que tiene una deuda que saldarse a sí mismo: visitar Jerusalén, donde “ocurrió todo lo importante de la humanidad”.
Me dolería rechazar ese café con alguien con el que comparto su pasión por Jerusalén (la ciudad que nunca visitamos), por John Ford (que obtuvo cinco Oscar en 1941 con la puesta en escena de la novela de Richard Lewellyn) y por Libertad, la última portentosa novela de Jonathan Franzen. Un cinéfilo amigo e independentista me aconseja sabiamente que si se diera el caso, me tome ese café, que hay cosas en la vida que a veces no conviene confundir.
Podemos. Desconozco el futuro del partido de Pablo Iglesias. Pero sea el que sea, habrá servido para que la gente comience a creerse sujeto histórico de su presente y no mero votante cada cuatro años. Y habrá servido para que la izquierda comience a espabilar. Con la que está cayendo.
J. Ernresto Ayala-Dip es crítico literario
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