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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cataluña sobrenatural

¿A quién le extraña que Pablo Iglesias o Ada Colau recojan lo sembrado por los que mal gobiernan en Barcelona y en Madrid?

He estado fuera de juego unos días; no ha sido por la actualidad política catalana sino por una rotura de fémur en una obtusa caída doméstica. Cuando resucité en el Clínic, tras una compleja operación realizada por un médico rumano, su colega barcelonés (25 años) y un estupendo equipo, vivíamos las bulliciosas vísperas del 9-N. Mi caída coincidió con ese ¡viva la Virgen!, que pasé entre brumas hospitalarias.

No es fácil seguir la actualidad catalana de las últimas semanas desde el lecho del dolor. Tuve la suerte de lograr en 48 horas una cama situada en una habitación para dos —hoy para uno, o sea, ajustada al recorte del conseller Ruiz— estar en manos de unas enfermeras tan diligentes y competentes como desbordadas por el trabajo (os envío un abrazo con mi agradecimiento profundo) e hibernar bajo el piadoso influjo de drogas contra el dolor. ¿Ayuda el Nolotil o el paracetamol a ver la vida y el futuro de color rosa independentista? No fue mi caso.

Al contrario. Si bien los fármacos adormecen toda clase de nefastas percepciones o pueden favorecer la condescendencia hacia el sinsentido o el surrealismo político, producen también picos de lucidez extrema. Esa extraña lucidez, inducida por la lucha contra el dolor, se apodera del postrado, y le lleva a mesarse los cabellos y a preguntarse ¿qué diablos están haciendo estos locos? Así se percibe que lo que muestran las televisiones o explican las radios no es un delirio: se estaba votando —¿en serio?— sabiendo que era mentira. Se votaba y se sabía de antemano que aquello no era votar aunque fuera como si. ¿Una alucinación? Nada de eso. Como he comprobado, aquellos eran y son catalanes, mis paisanos, mis cuates, mi gente de toda la vida. Angelitos.

Pocas veces me he avergonzado más de lo que he visto y del papel que la buena gente de esta parte del mundo ha desempeñado como comparsa de una casta

Se disfrutaba —según los medios— del enredo del sí pero no y del no pero sí, como si ello fuera lo más normal del mundo y jugáramos a dar con el palo de la escoba a la olla. Y después de la juerga se henchían (como los globos) las cifras de niños que había metido su pepaleta en la caja mágica de donde fluían resultados voladores que todos creían, pero que nadie, en su sano juicio, debiera tomar en serio. Y juntos marchaban, ¡ai bó, ai bo! tras el flautista de Hamelin que tenía la doble cara del señor Artus Mas y del señor Oriol Junqueras. Una criatura perfectamente sobrenatural.

No sé si me explico, pero seguro que quienes vivieron esto saben a qué me refiero. Desde el sopor del calmante y el recuerdo sordo del dolor se sucedían estampas de cómic, de historieta épica, eso sí. ¿El resultado? un no resultado, el recuento no valía, las cifras se utilizaban a conveniencia. Una gran juerga, cierto; desde Madrid —¡tremendo!— sobreactuaban, ¿con querellas? ¿Era un fracaso o un éxito? El señor Mas, que debía esperar muchos menos independentistas de los que contó, optó por el gran éxito. Y anunció que volvíamos al principio (hace dos años): “Mi único programa es votar”. Junqueras también volvió a empezar: quiere proclamar mañana la independencia. Y el Gobierno Rajoy también recomenzó lo de siempre: los catalanes no votan. Así, unos y otros desarrollaron una no declarada campaña electoral.

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Quienes sufrimos inmovilidad obligada no recibimos tales noticias en la impasibilidad. Pocas veces he estado más atenta al caos que se desarrollaba más allá de mi pierna rota. Pocas veces me he avergonzado más de lo que he visto y del papel que la buena gente de esta parte del mundo (gente de “buena voluntad” la llama el defraudador Jordi Pujol) ha desempeñado como comparsa de una casta —sí, casta— política que ha mangoneado los sentimientos y la disponibilidad natural de los catalanes con una idílica (e irreal) independencia. ¿Tan poco respeto merecemos?

¿Es posible tener un gobierno autonómico cuya acción de gobierno consiste en votaciones fantasma y en producir papeles sobre lo que llama estructuras de Estado, todo regado con propaganda unívoca, totalizadora y una queja constante del vecino malvado? ¿Es posible que en Madrid se complemente tal desafuero con un Gobierno de derecha pendiente de sacar votos españoles del anticatalanismo? ¿Será que si Artur Más es guatemala, Oriol Junqueras y su programa garantizan, según las encuestas, un triunfante guatepeor? ¿A quién le extraña que Podemos y Pablo Iglesias o Guanyem y Ada Colau recojan lo sembrado por los que mal gobiernan en Barcelona y en Madrid? ¿Saben que aquí ya empiezan a mirar a Pablo Iglesias como “españolista” con los ojos acusadores que ponen quienes pretenden apoderarse de lo catalán?

La gran vergüenza (Península) es el título del estupendo ensayo que mi colega Lluís Bassets dedica a analizar qué aparece tras la confesión el 25 de julio pasado del ex honorable Jordi Pujol. Cataluña vive hoy por partida múltiple una enorme vergüenza. ¿Soluciones?: cambiar democráticamente —con urnas de verdad— los gobiernos, sustituir a Mas y a Rajoy, eliminar castas, que entre el aire y nueva gente que rinda cuentas a quienes les voten. ¿No toca? ¿Cuánta vergüenza nos quedará para entonces?

Margarita Rivière es periodista.

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