Más colegueo que música
El ídolo latino alardea de empatía ante 13.000 adeptos, pero sus limitaciones musicales y las decisiones erróneas en el espectáculo siguen siendo flagrantes
De acuerdo, puede que todos hayamos hecho algún chiste a costa de Enrique Iglesias. Es lo que tienen los vástagos ilustres que, en un esfuerzo por diferenciarse del latoso influjo paterno, emprenden carrera musical con un éxito titulado Experiencia religiosa. En su momento podría pasar por pecadillo bisoño, pero aquel pareado cómico, “Besar la boca tuya / merece un aleluya”, sonó docenas de veces este sábado como remate para la comparecencia del ídolo latino en el Barclaycard Center. Y no, los ripios nunca sirvieron como mantras redentores, por más que el hijo de Isabel y Julio prolongara esa inesperada coda del concierto durante diez soporíferos minutos.
Enrique siempre da la sensación de dar un paso al frente y dos en sentido inverso al tomar decisiones artísticas. Atormentado por la falta de empatía con el público patrio, pronuncia frases como “Esos brazos al cielo, España” y perpetró una versión de La chica de ayer anémica y deslavazada, por más que la revista con una guitarra eléctrica a lo The Edge. Pero quizás haya llegado definitivamente su momento también en suelo peninsular, a juzgar por la fulgurante acogida que se le dispensó este verano a la contagiosa Bailando en los chiringuitos costeros y, aún mejor (o peor), en los clubes náuticos de genuino pedigrí. Así, 13.000 fieles acudieron dispuestos a practicar enérgicos golpes de cadera, bañarse en confeti y palmear los globos gigantes con las iniciales en minúscula del moreno, “ei”.
Lo cierto es que el montaje de la gira Love & sex’tiene poco que envidiarle a cualquier prohombre anglosajón: hay pasarela central y laterales, tres pantallas gigantes sobre nuestras cabezas y una central con millones de píxeles, una plataforma entre el público para el consabido interludio acústico, docenas de géiseres de humo y hasta un ascensor por el que nuestro protagonista emerge desde las entrañas del escenario. Enrique quiere agradar e impactar. Luce sempiterna visera, musculatura cincelada y calzoncillos que le asoman sobre el pantalón. Salta sin desmayo, sonríe y hasta se encarama a un graderío lateral. Adopta tono confesional para relatarnos lo mal que lo pasó durante sus primeros meses en Estados Unidos. Pero cuando se queda sin el respaldo de los coristas (Finally found you) descubrimos una voz ramplona, escasa, sin personalidad ni cuerpo. Y cuando detiene la música (Tired of being sorry), luego es incapaz de retomar el tema en el mismo tono.
Reconozcamos la calidad instrumental de sus ocho acompañantes, a los que Iglesias deja presencia y espacio a diferencia de quienes esconden a los músicos como elementos que entorpecen coreografías y demás pirotecnias. Admitamos que hay cierta dignidad en El perdedor o Loco, sus aproximaciones al universo de la bachata. Y divirtámonos con una vista panorámica por ese graderío de aseados mozos con flequillo, morenas guapas que exacerbaron su compromiso con el maquillaje, tiernos infantes que quizás disfrutaran del primer concierto de sus vidas.
En cambio, sus interminables minutos en el escenario con un azorado espectador (Daniel, 27 años, mallorquín, sin novia) no sugerían colegueo, sino engorro. El flamenquito para pijos de Miami de Bailamos (o Bailamós, con acentuación asilvestrada) es un horror. Y la Experiencia religiosa final, ya decíamos, un anticlímax. Aleluya solo fue que terminara.
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