Y así hasta la crisis final
En la raíz de la corrupción está la idea de que la Administración es patrimonio de quienes la administran
¿De dónde viene todo esto, cómo ha podido crecer tan vigorosa en un sistema democrático la corrupción pública entre los gobernantes? La excusa de que algunos golfos se aprovechan de ciertas situaciones no explica la expansión como una mancha de aceite de la idea de que las Administraciones públicas están ahí para que sus políticos las saqueen. Que es lo que muestran el caso Gürtel y sus múltiples derivaciones o el caso Millet y tantos otros. No explica tampoco cómo ha podido ser tan extensa la convicción de impunidad, la creencia de que el poder político sirve también para proteger, llegado el caso, a quien se le pille en falta. Ni la idea de que, si a alguien le pillan, solo tenga que dimitir si el partido se lo exige.
Ahí va un intento de explicación. Durante cuatro largas décadas, desde la Guerra Civil, lo que estaba permitido a los titulares de la Administración pública era, simplemente, lo que la superioridad permitía. Este era el control verdaderamente existente, tanto en el plano político como en el de la moral pública. No había otro. Era un sistema de una verticalidad total, que terminaba en un vértice unipersonal libre de cualquier obligación de rendir cuentas. Se vanagloriaba obscenamente de que, si acaso, las cuentas las rendiría solo ante Dios y la historia. Pero, la superioridad, ¿qué era, materialmente? Era una línea directa, vertical, jerárquica, en la que gozar de la confianza y el asentimiento directo o indirecto del nivel inmediato por arriba aseguraba al de abajo la corrección de lo que cada uno decidiera qué era bueno o malo, correcto o incorrecto. Si la superioridad decía que por el bien del partido, o de la patria, había que hacer esto o lo otro, se hacía, por supuesto. Si en el entretanto se derivaban beneficios marginales y colaban, pues eso, colaban. Desde el Gobierno hasta el último alcalde. Por supuesto, no se dimitía, se cesaba.
Este fue el modelo del franquismo y el franquismo fue, hay que recordarlo, el habitat político de las derechas de este país desde 1939, o 1936 en según qué zonas, hasta 1977. Cuatro décadas seguidas dan para mucho y eso explica en gran medida que este modelo se convirtiera en cultura, que cuajara como la cultura política de gran parte de las derechas y de las élites económicas crecidas a su sombra, que fueron las beneficiarias de la dictadura. La Administración era patrimonio exprimible por quienes la regentaban, hasta nueva orden.
Lo que se sabe del caso de los ERE en Andalucía habla más de una mimetización de este modelo de raíz caciquil
Es de sobra conocido que ha habido casos de corrupción política también en partidos como CiU y el PSOE, que a diferencia del PP no se forjaron a partir del molde político del franquismo. Más bien lo contrario, se formaron o renacieron como sus adversarios. El caso más notable que afecta al PSOE, el de los ERE de Andalucía, muestra similitudes con el comportamiento del PP en sus feudos de Madrid, Valencia y Baleares. Pero en esta ocasión se trata más bien de la asimilación de otra de las características de la tradición política de las derechas, que es anterior al franquismo, la del clientelismo derivado del sistema caciquil de la época de la Restauración borbónica. Como el del franquismo, son los sistemas que han permitido la dominación social y política de las derechas durante un siglo, con breves, brevísimos, intervalos. Lo que se sabe del caso de los ERE en Andalucía habla más de una mimetización de este modelo de raíz caciquil por una izquierda que, con los años, termina por enquistarse en la Administración más que dirigirla para gobernar.
Desde luego no se trata de remitir al franquismo o al caciquismo del siglo XIX la culpa de lo que sucede ahora. La descripción de estos modelos tampoco lo explica todo. En un país con una moral pública medianamente digna de tal nombre, la aparición del nombre del presidente del Gobierno en una lista de dirigentes de su partido que cobraba en negro, como es el caso de Rajoy, habría provocado su dimisión. Como que en aquella lista figura también el ministro de Hacienda en plaza y otros muchos políticos con altas responsabilidades, lo normal es que una crisis de esta envergadura requiriera una refundación del partido. Y unas elecciones. No se hizo esto y desde entonces lo que ha sucedido es una lluvia de escándalos protagonizados por destacados políticos del PP que, incomprensiblemente, no se afrontan. ¿A la espera de qué? ¿De que la ciudadanía lo olvide, de que cada nuevo caso tape al de la semana anterior?
El Gobierno formado por un partido inmerso en estas condiciones, ¿está legitimado para llevar a cabo la venta del patrimonio público, como quiere hacer el de Rajoy con AENA, por ejemplo? No, no lo está. El hecho de que lo haga refuerza la idea de que carece de una moral pública homologable a la de países similares. Pero no de objetivos. Al revés, estos objetivos se convierten en la justificación de su continuidad a ojos de los medios económicos beneficiados por sus políticas. Se trata de seguir utilizando la coyuntura de crisis económica para continuar con el gigantesco traspaso de riqueza de las clases medias y populares a una privilegiada fracción: la que gestiona los entramados económicos y la que no cesa de gritar al Gobierno: “Así, así”. Y así hasta que cristalice la crisis de régimen.
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