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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Habla pueblo, habla (¿o no?)

Puestos a disponer de información, ¿no sería mejor saber de cuánto apoyo electoral dispone una lista encabezada por Mas y otra por Junqueras?

Manuel Cruz
Manifestación estudiantil en Barcelona para apoyar la consulta del 9-N.
Manifestación estudiantil en Barcelona para apoyar la consulta del 9-N. CARLES RIBAS

Desde hace un tiempo, Artur Mas gusta de repetir que su defensa de la consulta se justifica fundamentalmente porque quiere saber lo que piensa el pueblo de Cataluña respecto a determinadas cuestiones. De hecho, en alguna de las entrevistas que ha concedido a medios extranjeros ha insistido en esta idea para subrayar su inocuidad política (nada parecido a cómo la promueve cuando se dirige a los catalanes, identificándola con el momento en el que éstos podrán por fin decidir libremente su futuro) y, por tanto, el absurdo que supone la intransigencia del gobierno central ante una iniciativa que incluso él mismo (y, por supuesto, su portavoz, Francesc Homs) ha llegado a comparar en algunos momentos con una mera encuesta.

Sin entrar en otro tipo de consideraciones, y atendiendo únicamente a la estricta lógica argumentativa, hay que decir que, de aceptar al planteamiento informativista anterior, lo que se desprende es que Mas debería haber actuado de una forma muy distinta a como lo ha hecho. En efecto, si se trata solo de saber lo que opinan los catalanes, los obstáculos colocados por Mariano Rajoy deberían poder ser subsanables con lealtad institucional (en vez de astucia) y voluntad negociadora (en vez de confrontación). Si tan convencidos estaban el president y sus aliados de que tanto la ley de consultas como el decreto de convocatoria eran perfectamente constitucionales, lo razonable hubiese sido que hubieran esperado a la resolución definitiva del TC. A fin de cuentas, en estos momentos se encuentran suspendidas tan solo cautelarmente, por lo que no hay suficientes razones para dar por descontado que el alto tribunal convertirá en definitivo lo que ahora es cautelar. Si tal cosa ocurriera, sería el momento de plantearse un procedimiento alternativo. Pero ni Mas ni los que hasta el presente eran sus compañeros de viaje proporcionaron la menor explicación por sus urgencias. La única la constituye el eslogan, inquietantemente irracionalista, tenim pressa.

Aunque sea mucho conceder que el eslogan constituya razón suficiente (y convincente) para haber pasado al que parece ser el plan b, el de las elecciones anticipadas, lo cierto es que si se convocan para lo mismo que se quería convocar la consulta (saber lo que opinan los ciudadanos catalanes a un determinado respecto), el objetivo debería determinar la forma. Cuanto más simple sea ésta, más pobre será la información que se obtenga. Si se presentara, pongamos por caso, una lista unitaria de varios partidos cuyo programa, por añadidura, consistiera en un único punto, el volumen de lo que nos quedaríamos sin saber sería considerable.

Pero es que —siempre desde una perspectiva lógica— a cualquier ciudadano de a pie le genera cierto estupor que se pueda estar proponiendo una lista conjunta encabezada por el líder del partido que, según toda las encuestas, quedaría en segundo lugar (CiU), mientras que al partido que supuestamente arrollaría (ERC) le correspondería el papel subalterno. A simple vista, parecería más razonable que cada una de las formaciones, tras advertir a los ciudadanos acerca de su completa coincidencia con la otra u otras en un punto (la independencia) y, por tanto, su voluntad de ir de la mano en todas las iniciativas vinculadas con él, hiciera públicas sus propuestas para el resto de asuntos que debe abordar cualquier gobierno (políticas públicas relacionadas con enseñanza, sanidad, dependencia, mantenimiento del Estado del Bienestar, recortes, etc.). ¿O es que no resulta sensato que se le informe a los ciudadanos de las diferencias que mantienen esos partidos políticos en aspectos tan trascendentales para sus vidas? Y, puestos a disponer de información, ¿no sería mejor que todo el mundo conociera de cuánto apoyo electoral dispone una lista encabezada por Artur Mas y de cuanto otra encabezada por Oriol Junqueras? ¿Hay algún argumento sólido para hurtarle a los catalanes tan importante dato, relacionado en definitiva con quién debería ser el próximo presidente de la Generalitat?

Claro que tampoco hay que descartar que finalmente Mas no convoque elecciones anticipadas, pero en tal caso, y al margen del enorme aislamiento político que ello le supondría, la lógica argumentativa aplicada hasta aquí podría seguir utilizándose. Porque si ha sido o bien la urgencia de saber (en el caso de Mas) o la prisa por votar (de quienes le apoyaban) lo que nos ha abocado al lugar en el que ahora nos encontramos, posponer la convocatoria de elecciones a buen seguro acabaría de sumir en una profunda perplejidad a muchos ciudadanos. Que se preguntarían, cargados de razón: ¿acaso ha dejado de ser urgente para el president conocer lo que piensan los catalanes? Y también: a aquellos otros que convertían el “Volem votar” en el resumen —y a menudo toda la sustancia— de su discurso ¿se les han pasado las ganas de hacerlo?

Sabíamos —porque se encuentra sobradamente contrastado por la experiencia histórica— que la verdad es la primera víctima de la guerra. Empezamos a aprender que en situaciones como las que estamos viviendo en Cataluña en los últimos tiempos, los principales damnificados son el sentido común y la lógica más elemental. No es para alegrarse, pero es lo que hay.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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