¿Qué pone en tu carné de identidad?
Hoy las identidades están cubiertas de mugre. Son conceptos incómodos, pero ahí están, y son usadas como formas de poder
Una pregunta absurda genera respuestas absurdas. Desde la obviedad de leer lo que pone hasta fabricar una funda troquelada que deja ver los datos y que sustituye los símbolos españoles por otros catalanes. Aburrido, ¿verdad? La pregunta buena es qué dicen tus identidades sobre tu carné.
El de las identidades ha sido uno de los problemas de la contemporaneidad española y catalana. Las formas en que han sido tratadas, a veces por puro prejuicio, a veces como si fuese un tabú, hacen que el problema sea más gordo todavía. Venimos de donde venimos. Leyendo los materiales de la escuela franquista recordamos descripciones de los diferentes pueblos de España, unos serios, otros serenos, casi todos leales, alegres, trabajadores y etcétera: son las etiquetas que la España autonómica pudo mantener vivas y siempre triviales.
El debate sobre las identidades se redujo al folklore para vaciarlo de contenido. La España autonómica también pensó que le iba mejor con el folklore que con la identidad, y no hablemos ya de las otras identidades, de identidades sociales, culturales, económicas o políticas. Incluso los poderes de las comunidades históricas prefirieron manosear la identidad en vez de debatirla, en vez de aceptar su carácter plural, dinámico y permeable. Acartonaron las identidades y las dejaron rígidas y mudas como un carné, todo información, cero conocimiento.
Las identidades se han construido por contraste y, sobre todo, por contraste negativo
Hoy las identidades están cubiertas de mugre. Siguen siendo conceptos incómodos, pero ahí están, y su uso o su negación son todavía formas de poder: los nacionalismos peninsulares —todos y cuanto mayor peor— las han gestionado de manera desastrosa. Han impedido el debate evidenciado así la falta de madurez para gestionar el conflicto. Se ha llevado mucho mejor la reflexión sobre el género y sobre la identidad sexual que sobre la identidad cultural, política o nacional. Podemos negar que existan la catalanidad o la españolidad, pero al final, actúan, de formas diferentes y expresando situaciones de poder bien distintas, descriptibles y analizables. Llamémoslas de otra manera, si nos disgustan los nombres, empecemos por encontrar otros nuevos.
En otros ámbitos ha sucedido algo parecido. Podemos negar que exista algo parecido a una identidad política o a una identidad de clase, porque eso, ya se sabe, no queda nada bien, pero cuando el peón se convence que puede comprar el piso de tres cientos mil euros hay que admitir que no se ha explicado bien qué significaba ser clase trabajadora. Cuando se delega la participación, la identidad ciudadana se diluye hasta quedar en nada. La camiseta de la Roja da mucho rédito, pero el número de la cuenta bancaria suele ser más sincero que el del DNI.
La diversidad de identidades en España se ha conllevado. Como mucho. Se ha denostado en forma de sentimiento, pero incluso las muestras de afecto han sido torpes y así, las identidades se han construido por contraste y, sobre todo, por contraste negativo. Si quieres que alguien acentúe sus señas hasta convertirlas en un obstáculo insalvable para la convivencia, aumenta el contraste, muéstrale sus debilidades poniéndolas al lado de tus fortalezas. Es fácil llegar a este punto, el mundo no deja de ser un puzle de diferencias de poder, de comunidades que detentan más poder que otras.
¿Dónde vamos a llegar? No lo sé, creo que nadie puede saberlo. Lo que sí se puede dar por seguro es que no se puede comprender lo que sucede en Cataluña sin entender que ha habido una implosión de identidades colectivas, sociales y culturales y, a la vez, económicas y políticas. Los intentos de tantos intelectuales de olvidar los pecados de la Transición o las consecuencias de la Guerra Civil no han creado un relato verosímil porque se enfrentaba a sus consecuencias no reparadas, a vivencias que mucha gente tenía aún demasiado presentes. Quizás sea verdad que se hizo lo que pudo a finales de los setenta, a la fuerza ahorcan, pero aún siendo cierto, ahí están las lagunas de los ochenta y los noventa y hasta el estallido de la crisis. Las identidades son dinámicas y el trabajo que se ha hecho sobre ellas, inexistente.
La voluntad de uniformizar la arena cultural la expresó el último ministro de Educación en esta misma legislatura, “pues claro que queremos españolizar a los niños catalanes”. Y eso que el ministro forma parte del ala culta del Gobierno del PP, de los que pueden ir sin plasma por la vida, vaya. Pues eso, ¿qué pone en mi carné de identidad? Que por mucho que pretendiese esconderlas, seguiría pronunciando os y es abiertas que siempre requerirán un pasaporte.
Queda mucho trabajo por hacer. Complicado, pesado, lento y poco agradecido en muchas ocasiones. El aviso también sirve para una Cataluña independiente. Las identidades sociales y culturales necesitan de las políticas y económicas, y viceversa. Si las identidades también se construyen por contraste, estaría bien aprenderlo lo antes posible. Negar esa complejidad ha llevado España al fracaso en su intento de parecer una nación. Queda trabajo, pero ya es tarde.
Farncesc Serés es escritor.
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