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“Sabían que iban a alucinar”

El principal acusado en el ‘caso del estramonio’ dice que lo había probado con los dos fallecidos antes de la ‘rave’. Testigos y víctimas niegan que conocieran sus efectos

Patricia Ortega Dolz
Visión del juzgado de lo penal número cinco de Getafe durante el juicio. A la derecha, cubriéndose el rostro, los dos acusados.
Visión del juzgado de lo penal número cinco de Getafe durante el juicio. A la derecha, cubriéndose el rostro, los dos acusados.álvaro garcía

Ivan M. G. guardaba sus semillas negras de estramonio como un tesoro en un recipiente en la estantería de su habitación. Estaba convencido de haber descubierto “en una tienda de Guadalajara” el “LSD de los pobres”, “el veneno de la bruja”, que quizá podría dar a conocer al mundo y, con suerte, como en el Cuento de la lechera, conseguiría “abrir un mercado”. Así lo recordaba ayer en el juicio que se celebró en el juzgado penal número 5 de Getafe María José Muñoz, una de sus amigas —o antiguas compañeras “de fiesta”—, amiga amiga de la que era su novia entonces, Cristina V.L., sentada junto a él en el banquillo de los acusados.

Me dijo que era “el LSD de los pobres” el “veneno de la bruja”, dice un testigo

Pero, como en el cuento, sus supuestos sueños e ideas de 18 años —junto a las de los otros dos jóvenes fallecidos— se fueron al traste aquella noche del 20 de agosto de 2011, cuando llevó su “infusión” en una botella de plástico a una de las raves parties —fiestas musicales abiertas— que se celebraban en el monasterio abandonado de Perales del Río, en Getafe. Hoy él y la que fuera su novia (y acompañante) se enfrentan a 9 años de prisión por dos delitos de homicidio imprudente, uno de lesiones imprudentes y un delito contra la salud pública. En la vista, que comenzó ayer y terminará mañana, se dirime fundamentalmente si fueron Ivan y Cristina quienes ofrecieron la botella a los fallecidos y a sus amigos sin advertirles de los peligros de su ingestión o incluso engañándoles, habida cuenta de que el estramonio es la más venenosa de todas las solanáceas —una tipología de plantas leñosas— y los compuestos químicos de sus semillas provocan delirios alucinatorios que, como en este caso, han llegado a causar la muerte.

— “Sabían perfectamente que iban a alucinar y lo que estaban bebiendo, lo habíamos probado juntos otra baza y me preguntaron por ello cuando me vieron en la fiesta. Yo les dije que había traído, pero para mí y luego les vi bebiendo de mi botella porque la habían cogido de mi mochila”, dijo ayer Ivan ante el juez.

— ¿Cómo iba a pensar yo que nos estaba dando veneno?, arguyó una de las víctimas de la intoxicación que logró salvarse tras pasar por el hospital.

— Primero nos invitó a una raya de speed y luego nos pasó la botella. Le preguntamos que qué era y dijo que “un licor casero”, bromeando. Tenía el aspecto de un ron con limón pero, al probarlo, nos dimos cuenta de que no era alcohol. A él parecía hacerle gracia ver los efectos que nos causaba, declaró uno de los testigos.

Lo habíamos probado juntos otra baza, dice el principal acusado

Los efectos fueron perversos. A los 20 minutos de dar unos tragos a esa botella, Alvaro, el joven al que sus amigos llevaron al hospital, se desplomaba inconsciente en el suelo. Y Pablo Echegoyen y Alberto del Olmo, comenzaban a sentir “calor, palpitaciones y a encontrarse mal”, según declararon varios de sus amigos y testigos. Doce horas más tarde, bajo el tórrido sol de agosto, ambos seguían vagando como sonámbulos —“drogado”, “ido”, “colocado”, definían ayer su estado varios testigos que se toparon con alguno de ellos de camino a la piscina municipal—. Fueron dando tumbos por las lindes de los caminos que separan el viejo monasterio de la carretera, hasta morir en la cuneta, deshidratados, según recogen los informes forenses, que son dos y contradictorios, porque queda por dilucidar si la deshidratación se puede achacar al estramoinio o a las ocho horas que caminaron desorientados al sol vivo.

Sus oportunidades de salvarse se reducían a medida que la gente abandonaba la fiesta. Les vieron muchos, incluidos sus amigos que ayer reconocían que a uno de ellos “ya le faltaba un zapato” cuando se lo encontraron por última vez en un coche que se iba de allí, lleno: “Ya éramos cinco”.

Si algo quedó claro ayer es la familiaridad de todos esos jóvenes con toda clase de drogas frente a la inconsciencia de unos padres destrozados.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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