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Columna
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Estramonio

David Trueba

La muerte de dos jóvenes tras ingerir un combinado de estramonio con otras sustancias tiñó de moralina lo que no tendría que haber sido más que un suceso infame. La sociedad no suele ahorrarse ese doble castigo para los padres desolados, como si sus hijos se hubieran buscado una tragedia así. Suele ser una dinámica descorazonadora, que tiñe siempre de culpa lo que no debería trascender los ámbitos de la fatalidad y el sentido pésame. Que esta planta solanácea mereciera la persecución de alcaldes y botanicidas suena a la misma batalla perdida que perseguir el pegamento de encolar porque algunos lo esnifan.

El ser humano aspira siempre a la condición de zombi. En nuestra juventud todos conocimos a tipos que presumían de fumar, masticar y fabricar brebajes que colocaban de manera milagrosa. El que no ponía a secar las cáscaras de los plátanos, experimentaba con las pastillas de caldo de ave o las semillas de los tomillares. Perder la consciencia y viajar hacia otro lugar con menos exigencias es el recurso más a mano en ciertos momentos de agobio o expansión. Hoy, las drogas sintéticas y elaboradas sustituyen otros remedios más clásicos, asociados a drogas reconocidas y hasta mitificadas.

Pero el estramonio, la hierba del diablo, no es más que otra de las tentaciones de fuga. Crece en arroyos y estercoleros, los animales lo rechazan por su mal olor, pero nosotros lo buscamos, a ver si funciona, si nos da vida tras esa muerte que sentimos encima. Venenos inhibidores como el estramonio los encontramos en las religiones, que todas convocan sus rave parties masivas para enajenación de fieles con ganas de fiesta. No queda muy lejos de la promesa lisérgica del estramonio la ingesta brutal de mercados y reformas a las que nos vemos sometidos en estos días de pánico y calvario contable, como si también nosotros fuéramos países zombi tras una noche de farra, que perseguimos llegar un poco más lejos o resistir el natural bajón. Y nos la hacen comer sin demasiada fe, para abrir mercado, como propone algo absurdamente la investigación del caso de los dos chavales. Se nota que la tomamos más que nada por ver si funciona, como promesa de alargar la diversión ahora que la fiesta parece definitivamente muerta.

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