Sentimientos y emociones
Es la reacción emocional a la falta de reconocimiento lo que da cohesión y fuerza al movimiento soberanista
Se oye con cierta frecuencia descalificar al nacionalismo en general y al movimiento soberanista catalán en particular como una fuerza que basa su capacidad de convocatoria en la manipulación de las emociones. Que busca deliberadamente anteponer el sentimiento a la razón. De ello se infiere que si los catalanes analizaran la situación de Cataluña en términos estrictamente racionales, no se dejarían arrastrar a aventuras identitarias que solo conducen al enfrentamiento y la división. Es una forma de ver la relación entre emociones y razón que no se ajusta a la realidad.
De la misma forma que Spinoza rompió con la dicotomía hasta entonces vigentes entre cuerpo y alma (mente), hace ya tiempo que la neurobiología ha permitido superar la pretendida frontera entre emoción y razón. Antonio Damasio dedicó dos de sus obras —En busca de Spinoza y El error de Descartes (Ed. Crítica, 2005 y 2006)— a explicar que emoción, raciocinio y sentimiento forman parte de un mismo proceso mental. La observación mediante resonancia magnética funcional de los circuitos cerebrales no ha hecho sino corroborar que no hay razón sin emoción y que la mejor decisión racional es aquella que está modulada —en un proceso de ida y vuelta— por la emoción.
Las emociones son necesarias para vivir. Sin el miedo, por ejemplo, no habríamos sobrevivido como especie. El miedo es también una fuerza que mueve los procesos sociales. En la reciente campaña del referéndum escocés se utilizaron amenazas nada veladas desde los poderes económicos e institucionales para provocar miedo, en una estrategia desesperada, motivada por el temor a perder los beneficios de la unión. Pero también en la campaña del sí, mucho más ilusionante y positiva, había miedo. A perder la identidad y la capacidad de decisión bajo el rodillo de la globalización, a que las políticas neoliberales destruyan el Estado de Bienestar.
La función del cerebro emocional es procesar los estímulos que recibimos y generar respuestas. Como sostiene Ignacio Morgado en Emociones e Inteligencia Social (Ariel, 2010), solo el equilibrio entre emoción y razón garantiza el bienestar. De la fuerza de las emociones, pasadas por el tamiz de la racionalidad, surgen sentimientos que tienden a perdurar hasta que otra emoción consigue desplazarlos. Así, ilusión y esperanza pueden dar paso a frustración e impotencia, tanto a nivel individual como colectivo.
Quienes acusan a los nacionalismos de cultivar las emociones más primarias suelen ignorar que ellos hacen exactamente lo mismo, pero desde otras posiciones. De hecho, es difícil pensar que pueda haber un movimiento político libre de sentimientos y emociones. De la misma manera que a nivel individual no conviene ahogar los sentimientos si no queremos que aparezcan más tarde en forma de dolorosas somatizaciones, tampoco es bueno ignorarlos a nivel colectivo.
Algunos articulistas han señalado como un síntoma peligroso el hecho de que cientos de miles de personas acudieran a la Diada aceptando una forma de encuadramiento gregario que los degradaba a la condición de masa acrítica. Que estaban allí por una suerte de lavado de cerebro masivo. Es una forma —insultante— de verlo. Pero también se puede ver en la extraordinaria movilización de la Diada una contundente y masiva exigencia de reconocimiento. Un desafío a quienes, desde una supuesta racionalidad, se permiten menospreciar e ignorar la legitimidad de unos sentimientos compartidos por mucha gente en Cataluña. Es precisamente la reacción emocional a esa falta de respeto y reconocimiento la que, pasada por el tamiz de la racionalidad, alimenta el sentimiento de pertenencia que da fuerza al proceso soberanista. Asistir a la Diada permite a los manifestantes identificase a sí mismos como parte de un proyecto colectivo que, por encima de las muchas diferencias internas, les da fuerza y esperanza.
André Comte-Sponville explica lo importante que sigue siendo en nuestros días una emoción que ha jugado un papel fundamental en la historia de la humanidad, muchas veces a través del sentimiento religioso: la necesidad de comunión que, como sostiene el filósofo francés, no ha desaparecido ni siquiera entre los ateos. Al contrario, es una emoción que se revaloriza en los procesos de lucha social y que todavía puede jugar un papel importante como reactivo frente al individualismo nihilista, cuya única pulsión es satisfacer los deseos más egoístas. Comulgar con otros es una emoción muy gratificante, especialmente cuando se perciben amenazas individuales o colectivas. Por el contrario, el predominio del cálculo y del interés por encima del compromiso y la comunión en unos ideales compartidos explica en parte la crisis actual de la política.
Las emociones son, por otra parte, altamente contagiosas. Las hay positivas y negativas, se pueden utilizar para construir o para destruir, como hemos visto tantas veces a lo largo de la historia. Pero no podemos vivir ni razonar sin ellas. Lo que si podemos hacer es alimentar aquellas que mejor contribuyen al entendimiento y la convivencia. La empatía, por ejemplo. Se define como la capacidad para percibir e interpretar los sentimientos de los demás, de ponerse en lugar del otro. La humanidad ha necesitado cantidades ingentes de empatía para progresar. Un poco más de empatía no nos iría nada mal.
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