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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sostenible, cívica y responsable

Todo en Barcelona es exagerado y este sistema de no ver ni hacer nada hasta que los vecinos estallan en cólera es un desastre

Me detengo frente a lo que fue el Novedades, en la calle Casp, frente a sitio histórico de Radio Barcelona y el café recién molido que lo acompaña y que llena de aromas antiguos la acera. De aquí a un tiempo este tramo de la calle será brillante, espectacular. Hoy muestra un panorama chato: la fachada tapiada del teatro, sobre el que se encarama un hotel y diversas tiendas, un pedazo de ciudad como olvidado, rutinario. Todo esto va a cambiar. Una firma de ropa hará aquí mismo su macrotienda, como si no tuviera ninguna en Barcelona. No entiendo esta delectación casi medieval de acumular superficie para demostrar poderío comercial, pero doctores tiene la iglesia del marketing. Hoy las tiendas han de ser más grandes, más etéreas, que sepa quien entra que no hay cosa mayor en el mundo entero.

La macro-operación inmobiliaria incluye suprimir el teatro, agregar un jardín y reformar el hotel, convertirlo en predio de lujo, además de levantar un edificio que, afortunadamente, lleva la firma de Josep Llinàs. Es un arquitecto sensible y sensato, que confiere a sus obras un toque de urbanismo. Logra que la casa le dé la mano a lo que tiene en el vecindario, poniendo a veces un voladizo, a veces una terraza, de manera que sea algo más que un espacio privado.

En este caso, Llinàs ha proyectado —estamos hablando de maquetas, que esto va para largo— una extraña cúpula en forma de pajarita o algo así, que saluda la cúpula modernista de la Casa Rocamora, una mole que se asienta en la avenida más reformada de Barcelona. Avenida, claro, que es también la más comercial en versión turística. Todo visitante con dinero en el bolsillo pasa por estos metros de aparadores de lujo.

Si esta transformación parece ser no lesiva, al menos en la estética, lo cierto es que responde a la misma presión que lleva a la proliferación de los apartamentos turísticos. Vamos a insistir en esto sólo una vez más: hace pocos días, la concejal de Ciutat Vella, Mercè Homs, se enfrentó a un convulso plenario de distrito. A los gritos, los vecinos de la Barceloneta plantearon su reivindicación radical: fuera todos los apartamentos.

No tienen razón, ni tienen futuro, porque quien vive en una ciudad turística tiene que apechugar con los turistas (parece una perogrullada) entre otras cosas porque la mitad de los establecimientos —bares, restaurantes, tiendas, museos— de Barcelona necesita de esta población flotante para cuadrar las cuentas. Mientras el turismo mundial quiera apartamentos, habrá apartamentos turísticos en la Barceloneta.

El problema es de previsión, control y medida. Parece fácil, pero en Barcelona todo es porque sí. Resulta que la famosa AirBnb confiesa tener más apartamentos en Barcelona que en ninguna otra ciudad europea excepto Londres, que hemos de convenir que es más grande. Esto es un despropósito. Todo en Barcelona es exagerado, lo cual demuestra que el Ayuntamiento —los sucesivos ayuntamientos— están ausentes.

Ahora resulta que sí se podía inspeccionar, que sí se podían duplicar los inspectores y que sí se podía multar, porque durante años decían que no. Este sistema de no ver ni hacer nada hasta que los vecinos estallan en cólera es un desastre. ¿No están los distritos descentralizados para mejor proteger la vida cotidiana de su entorno? ¿No era que se repartía el poder para incrementar la capacidad de acción ante los problemas? Tengo la sensación de que los concejales continúan encerrados burocráticamente en sus despachos hasta que las pancartas les rozan las orejas.

La ciudad es política: modelo, objetivos, control de los problemas. ¡Ciudadanos! Más pisos turísticos son menos vecinos: menos ciudad. ¿Es este el modelo? ¿A cambio de una propina de prosperidad mal repartida? Pero miren: ahora el Ayuntamiento anuncia que abrirá el viejo muelle de Pescadores de la Barceloneta, donde está el faro, casi invisible detrás de tanto edificio agregado al puerto tradicional, y más edificios que vendrán. Lo abrirá para que todos vayamos a hacer fotos de las sardinas —Barcelona pesca a l'encesa— acabadas de llegar. Es decir, transformaremos la industria en espectáculo, como si todo en la ciudad —su vida, su tradición, su esfuerzo— tuviera que quedar encerrado en un recuadro de Instagram. Es mucha frivolidad.

A las ciudades, la política debería tomarlas en serio: queremos una ciudad que combine antiguas artesanías y oficios seculares con la vibrante modernidad tecnológica. Pero, ¿hace falta que todo sea espectáculo? Hay quienes recordamos con emoción el descubrimiento casi clandestino de la faceta pesquera de la Barceloneta. Sólo falta que convirtamos a los barceloneses en turistas de su ciudad. Si el turismo nos devora el alma, acabará que los turistas no tendrán nada que hacer en Barcelona. Menos mal que Xavier Trias dice que está haciendo, de todo esto, una gestión “sostenible, cívica y responsable”.

Patricia Gabancho es escritora.

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