¿Tiempo de esperanza?
La crisis institucional en la que estamos sumergidos deja poco lugar al optimismo
Aunque sea verano y me encuentre de vacaciones, me resulta ciertamente difícil levantarme cada día con mi mejor cara y ánimo: la realidad que me rodea es absolutamente decepcionante y, aún más, tremendamente inquietante. La crisis institucional en la que estamos sumergidos deja poco lugar al optimismo: la clase política rezuma corrupción frente a la anhelada —y obligada— eficiencia y pulcritud que debiera presidir su gestión; las instancias judiciales ofrecen una dudosa credibilidad a resultas de las decisiones que adoptan; la situación económica, para muchos ciudadanos, no mejora por ninguna parte —más bien todo lo contrario— y, si a eso añadimos la pandemia que algunos dicen se avecina con el dichoso virus del ébola, o las atrocidades —denominación eufemística de verdaderos genocidios— que se están cometiendo actualmente, en defensa de vaya usted a saber qué legalidad supuestamente vigente, dan ganas de no levantarse de la cama y así evitar la mayor de las desazones.
Depresión total. Ni siquiera me anima que haya empezado nuevamente la Liga de fútbol. Y eso que es lo más importante que nos puede pasar. O eso parece.
Si cierra su establecimiento mi panadero de toda la vida porque ya no puede soportar la losa de las deudas que le acucian, no es en absoluto comparable a que le paguen al delantero estrella de mi equipo de toda la vida un millón de euros menos de lo que vale —pobrecillo—, no vaya a ser que se nos vaya al equipo rival. Y si su club no va bien, ¡que le den ayudas públicas o privadas, o de lo que sea, hombre! Eso, como se las dieron a mi panadero. El colmo.
¿Qué nos queda entonces? ¿No hay remedio posible para tanta desdicha? No desesperemos. Rotundamente sí. Nos queda algo que, aunque muchos olviden —e incluso denosten—, constituye el valor más seguro con el que contamos: la persona.
Más allá de las ideas, el dinero o el poder, no hay que olvidar que todavía existen grandes profesionales, ya que hemos referido tales ámbitos, en la política —algunos aún generan confianza y todo—, en las esferas judiciales —esos que “no se casan con nadie”, salvo con esa apacible mujer que porta una balanza—, en cualquier sector —mi panadero era un buen ejemplo—, en la sociedad en general. Y, sobre todo, que hay muchas personas que no sólo piensan en sí mismas, sino que incluso se abandonan en favor de otros —aunque luego el debate se centre en algo “tan trascendental” como el coste de la repatriación de alguno de ellos cuando lo necesitaba—. Sirvan, por ello, como fuente de esperanza. Al menos, a mí me valen. Y no es el último recurso o el clavo que arde.
Es una realidad que quizá teníamos olvidada y que, gracias a la penosa basura circundante, estamos recuperando. Un ejercicio de introspección que merece la pena, oiga. Quizás es lo único que no nos pueden quitar y que además está en la base de cualquier sociedad, sea del signo que sea. Por eso merece la pena seguir en la brecha. Por eso mismo continúo levantándome cada día, por difícil que me resulte.
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