La abdicación del virrey
Pujol permitió al catalanismo conservador expiar el oprobio de su adhesión al golpe de estado de 1936
¿Cuánta verdad puede soportar un régimen sin que caiga? Es factible imaginar a Jordi Pujol reflexionando sobre ello antes de hacer pública su confesión. El ex Molt Honorable puede ser muchas cosas: un padre prolífico, un evasor fiscal, un presidente ególatra o un banquero inescrupoloso, pero nadie puede negar su astucia política y su firme adhesión al sentido de país, aunque su concepto de patria se asemeje más al gobierno de una hacienda que a una nación republicana.
Acostumbrados como estábamos al manido recurso del “contra Cataluña” con que el presidente resolvía cualquier atisbo de investigación contra sus corruptelas o la de sus allegados —Banca Catalana, Javier de la Rosa, juez Estivill...—, su autoinmolación ha cogido con el pie cambiado a propios y extraños. Quizá por ello se prodigan columnas de opinión miserablemente laudatorias, que bendicen la evasión fiscal como un acto patriótico, o maliciosamente reprobatorias, que celebran el inicio del fin de la deriva secesionista.
La figura de Pujol no es la de un político cualquiera, sino la del hombre que permitió al catalanismo conservador expiar el oprobio de su adhesión al golpe de estado de 1936 y que afianzó las bases del régimen de 1978. Para vergüenza de una nación que ha mantenido en el olvido a los verdaderos resistentes —Quico Sabater, Josep Lluís Facerías, Miguel Núñez, Sebastià Piera...—, el hombre-símbolo fue el resultado de una exitosa operación mediática ideada por Josep Benet a fin que la burguesía catalana recuperara sus credenciales democráticas.
En 1980, Pujol fue el elegido por la patronal catalana para frenar una victoria de las izquierdas en las elecciones autonómicas, dando lugar al surgimiento de la arquitectura política que durante 23 años regirá Cataluña. Durante este periodo, el pujolismo fue un engranaje más del régimen de la transición, afianzando el encaje territorial y la gobernabilidad del Estado. Para ello, procedió a un reparto del poder territorial, a partir del cual CIU se aseguraba la Generalitat y el PSC los ayuntamientos del área metropolitana; a la vez que un juego de pesos y contrapesos en forma de victimismos y agravios permitía negociar el despliegue del modelo autonómico a cambio de asegurar la gobernabilidad del Estado.
Este compromiso institucional y la amistad con la corona, le valieron a Pujol el epíteto de virrey por parte de José Antich en una hagiografía publicada en 1994. De hecho, Pujol constituirá el alter ego en Cataluña del monarca: alguien campechano y próximo a la ciudadanía, que gozaba de simpatías transversales y se autoidentificaba con la nación, pero al que nadie osaba escudriñar sus cuentas bancarias ni cuestionar su rol institucional.
El artificio pujolista era imposible de constitucionalizar y su correcto funcionamiento requería de lealtad por ambas partes. El cortocircuito llegó con el Aznarato y su deseo de iniciar una segunda transición que pusiera el cierre al despliegue del modelo autonómico con una lectura recentralizadora del texto constitucional. El pujolismo moriría en 2003 aquejado de una pulmonía incubada en los salones del Majestic y certificada luego ante notario. Los intentos de sustituir el pujolismo por un maragallismo fracasaron a resultas de las intrigas cortesanas del PSC y el rocambolesco periplo que supuso la aprobación del nuevo Estatut. En ausencia del pal de paller, los indicadores que medían la temperatura política del oasis empezaron a bailar.
La primera señal de alarma fue el crecimiento de la insatisfacción política, categorizado como desafección en los círculos académicos y de forma más prosaica como el català emprenyat por Enric Juliana. Posteriormente, la desafección fue transformándose en indignación tras la sentencia del Tribunal Constitucional, el estallido de la crisis y la adopción de las políticas de austeridad, bifurcándose en dos ciclos mobilizatorios diferenciados: la ola soberanista y el 15-M.
Tras la fallida negociación del pacto fiscal, Artur Mas decidió cabalgar el tigre soberanista esperando domarlo mediante una negociación del modelo de financiación con el Estado. Sin embargo, el sentimiento de crisis de régimen ya no era privativo de Cataluña, sino que recorría toda la política española, lo que nos conduce hacia un escenario de indeterminación en qué cualquier iniciativa supone un riesgo, como bien sabe Mariano Rajoy que ha hecho del quietismo su estilo de acción.
No obstante, la crisis estructural que atraviesa el régimen de 1978 no puede solventarse mediante la vía contemplativa. La crisis nos empuja hacia la disyuntiva entre una reforma pactada por arriba —que permita pasar de lo viejo a lo nuevo sin afectar los intereses de las élites permitiendo un encaje diferencial con España— o una ruptura generada a partir del desborde democrático por abajo, que comporte un derecho de la ciudadanía a decidir sobre todo, no únicamente sobre la cuestión territorial, sino también sobre el modelo económico y la forma de Estado. La operación reforma precisa reemplazar las piezas del tablero, especialmente aquellas cargadas de poder simbólico, cuyo desgaste las ha vuelto inservibles. La apuesta por la ruptura, en cambio, no pretende sustituir las piezas del tablero, sino voltearlo. La abdicación del Rey ha supuesto la primera jugada. Ante este hecho, cabe preguntarse si la abdicación del virrey no constituye la siguiente.
Jordi Bonet i Martí es profesor de Ciencias Políticas de la Universitat de Girona y expresidente de la FAVB
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